domingo, 24 de febrero de 2019

Mátame camión


Como expresión me resultaba la mar de curiosa cuando tropezaba con ella en las redes sociales, incluso cuando Ada la utilizaba en alguno de sus mensajes. Yo suponía que se trataba de un sarcasmo aunque no soy muy buena para los sarcasmos y tengo que reconocer que, por muy graciosa que me resultara, en realidad no acababa de pillarle el sentido. 

Sin embargo, ayer mismo volvía del mercado pensando en mis cosas, abro la verja del jardín tirando (cada vez más) trabajosamente del carrito de la compra, llego hasta la puerta de casa y, cuando la abro, ahí estaba él otra vez, sentado en mi sillón: 
—¡Carmina! 
Mátame camión. 

—Para que veas que no me había olvidado de ti. Ya he empezado a traer mis cosas —dijo señalando la pared del fondo de la cocina en la que de pronto había aflorado una cabeza disecada de elefante.
—¿Qué…? ¿qué es eso?
—Una prueba de que voy en serio, Carmina —enunció con su particular voz gangosa mientras permanecía cómodamente repantingado y envuelto en mi manta para el sofá—. En adelante esta va a ser mi única casa y tú, mi única mujer.

En ese momento me percaté de que la tele estaba encendida a todo volumen con el programa de Ana Rosa. 
—¡Menuda hembra! —dijo él entonces—, si yo tuviera un par de años menos… 
—Si tuvieras un par de años menos, tendrías setenta y nueve —le espeté yo entonces, sorprendida ante el hecho de disponer de un dato tan inútil—. ¿Dónde está Raspa? 
—No seas celosilla, mujer… 
Me imaginé al pobre bicho en manos de un taxidermista sádico y casposo, dispuesto a atornillarlo sobre una peana de roble barnizado para exponerlo sobre la mesita de la entrada. Me estaba clavando el mango del carrito de la compra en la palma de la mano de tanto coraje… 
—¡El gato! —anuncia uno de los tipos de negro apareciendo tras de mí con una jaula. 
Raspa estaba dentro con una escafandra en la cabeza y todo el cuerpo recubierto de papel film. Parecía un solomillo. 
—Ya te comenté que soy alérgico a los gatos —dijo él con todo su cuajo al contemplar la expresión de mi rostro. 
Y otra vez me desperté a punto de cometer monarquicidio. El subconsciente es sabio. Me di cuenta de que tenía la mano agarrotada sujeta al borde de la cama. Era un sueño, Carmina, ya pasó, ya pasó. Llamé a Raspa sin incorporarme siquiera. El gruñido de la puerta precedió al tipitap de las pisadas y, al momento, ¡miauuu!, ya lo tenía sobre la cama. 

Mientras le acariciaba el lomo empecé a barajar la idea de hablar con alguien del asunto. No podía considerarse un hecho aislado porque ya era la segunda vez. Es más, a lo mejor no era la única que estaba viviendo esta situación. Cerré los ojos un instante y me dije: 

«Hola, me llamo Carmina Petit y el rey emérito me acosa en sueños». 

Me reí tan fuerte que Raspa saltó de la cama con un bufido.

A cuidarse

lunes, 4 de febrero de 2019

Grandes momentos

Bryn no tiene tele porque es muy hippy pero su ordenador está siempre encendido a todo trapo con la música. El otro día fui a llevarle un poco de caldo y se empeñó en enseñarme unas piezas de arcilla con las que estaba muy implicado. En lugar de trabajar en el garaje, como hace siempre, se había instalado en el salón y no voy a decir cómo estaba todo de polvillo anaranjado. 

El ordenador también. 

Hubo un momento en que Bryn salió al jardín a buscar no sé qué y yo aproveché para pasarle un pañito a la pantalla, que daba pena verla, y entonces me percaté de aquellas imágenes y aquella música que me trasladaron casi cuarenta años atrás. No es fácil olvidarse de esa mujer pasando la aspiradora con semejante mostacho en la cara. Renée y yo solíamos sentarnos a ver el vídeo entero cada vez que lo daban por la tele. 
—¿Qué es lo que dice?
—Que quiere ser libre —me explicaba Renée entre risas. 
Pero no dejaba de ser un contrasentido porque tan pronto estaba pasando el aspirador y diciendo que quería ser libre como abría un armario y dentro había una multitud cantando. Y el mismo muchacho que antes estaba vestido de mujer aparecía con unas mallas de lycra con estampado de piel de vaca, bailando con otros con las mismas pintas como si fueran todos un grupo de ninfas y sátiros. 
—Lo buen mozo que es y las pintas que lleva —le decía entonces a Renée mientras me preguntaba qué era exactamente lo que me pasaba cada vez que veía aquel vídeo. Y es que aunque mi cerebro me inducía a apartar la vista de tanto disparate, mi cuello se negaba a obedecer. 
Estaba tan ensimismada con el vídeo que no me he dado cuenta de que Bryn ya había vuelto y que me observaba con curiosidad. 
—¿A ti también te gusta Queen, Carmina?
—Uy no, hijo. Este muchacho me desconcierta. 
Me di cuenta de que Bryn tenía ese brillito en los ojos de cuando, según él, acaba de tener una buena idea. 
—Espera, me dijo —mientras iba a por una silla. 
Me hizo sentarme frente a la pantalla y luego anduvo tecleando en el ordenador. 
—Ya —anunció mientras se acercaba un taburete y se sentaba a mi lado.
—¿Pero qué…? 
Él se llevó el dedo índice a los labios para pedirme silencio y me señaló la pantalla. Reconocí enseguida la música de «Barcelona», la canción que se compuso para celebrar los Juegos Olímpicos del 92. Observé a la maravillosa Caballé que perdimos hace tan poquito, con su voz prodigiosa y su presencia, siempre tan elegante. Y entonces miré al muchacho que cantaba con ella… ¡Ay! 

Vi el vídeo entero sin pestañear siquiera y cuando acabó, sentí que tenía un nudo en la garganta. Bryn me miró de reojo y sonrió. 
—Es imposible que a alguien no le guste Freddy Mercury, Carmina —me dijo.
—Eres un tunante —le respondí. 
Todavía me temblaba la voz. 

A cuidarse.