Me gusta tomarme un cafetillo en el bar del mercado todos los martes cuando me acerco a comprar. Tiene el ambiente de los bares de antes y además el muchacho que lo lleva, Aimar, es la mar de majo. Pero como mi espalda ya no está para pasar mucho rato de pie o para los malditos taburetes, normalmente me siento en una de las mesas más cercanas a la puerta; tiene la ventaja de la luz y el airecillo que entra de la calle, tiene la desventaja de la tele.
En esa tele vi, la semana pasada mientras me tomaba mi café, a la ex Miss España (que ahora también es presentadora) junto a una periodista y presentadora (que podría perfectamente haber ganado Miss España). Enviaban un mensaje dirigido a todas las mujeres que sufren violencia de género en sus hogares. Las animaban a denunciar. Las animaban a confiar en su entorno. Les decían que podían hacerlo, que siempre hay una oportunidad para empezar de nuevo.
En esa tele vi, la semana pasada mientras me tomaba mi café, a la ex Miss España (que ahora también es presentadora) junto a una periodista y presentadora (que podría perfectamente haber ganado Miss España). Enviaban un mensaje dirigido a todas las mujeres que sufren violencia de género en sus hogares. Las animaban a denunciar. Las animaban a confiar en su entorno. Les decían que podían hacerlo, que siempre hay una oportunidad para empezar de nuevo.
—¿Le pasa algo al café, Carmina?
—¿Eh? —Aimar me apelaba preocupado desde detrás de la barra.
—Es que me ha parecido que ponías caras raras al probarlo ¿me ha quedado flojo?
—No, hijo —No digas nada, Carmina—. Es por ese anuncio —Hala, ya lo has dicho.
—Ah, no lo he visto. Yo la pongo por los clientes pero la ignoro.
Seguí con mi café cuando me pareció que al fondo se formaba cierto alboroto: susurros, risas contenidas… Eran los del dominó. Los conocía a todos desde niña, una de las ventajas de ser más vieja que las piedras. Me di la vuelta para observarlos fijamente.
—Pero Carmina... con ese par de mujeronas guapas que salen ¿cómo no puede gustarte el anuncio?
Mi silencio empezaba a suscitar cierto jolgorio entre sus lugartenientes del palillo en boca.
—Estos mensajes trasladan la responsabilidad a las mujeres maltratadas —dije convencida de que con todo ese coñac, seguro que él la espichaba antes que yo.Las risas ya se hicieron públicas y notorias en todo el bar. Pero no podían durar demasiado porque están todos fatal de los bronquios.
—¿Y quién se atrevería a maltratarte a ti, Carmina, con esas hechuras de mula de carga?
—¡Señores! —Este era Aimar al otro lado de la barra.Yo le hice un gesto con la mano: están hablando los mayores.
Me levanté y me acerqué hasta donde estaban ellos, lo suficiente como para distinguirlos, porque de lejos parecen un puñado de ratas almizcleras.
—¿Acaso no me estás maltratando tú ahora, Ricardo Matadepera, con tu ignorancia, tu vulgaridad y tu soberbia de macho venido a menos?Ricardo dejó de reírse.
—En esa tele —retomé apuntando con dedo acusador— tendrían que salir un par de esos señores que tanto respeto os despiertan (Bertín Osborne, Carlos Herrera, José Manuel Soto…) diciendo las cosas como son: que si pegas a tu mujer, eres un maltratador, que si insultas a tu mujer, eres un maltratador y que si coartas la libertad de tu mujer, eres un maltratador. Y así los maltratadores se sentirían por fin aludidos y los malos aprendices, como tú y tus discípulos, os limitaríais al dominó que es lo único que sabéis hacer sin que se os descontrole la próstata.Me volví hacia Aimar y abrí mi monedero para pagarle.
«Invita la casa» me susurró.
A cuidarse.