Hace algunas semanas, Bryn se pasó por casa y, como tantas otras veces, le puse un tazón hasta arriba de café y corté un buen trozo de bizcocho que había hecho el día antes. Y cuando iba a servírselo va y me dice:
— Lo siento, Carmina, es que me he hecho vegano.
— ¿Y eso qué tiene que ver?
— Es por el huevo. Lleva huevo ¿verdad?
— ¡Claro que lleva huevo! ¡A ver cómo haces tú un bizcocho sin huevo!
— Sí, sí, pero no voy a comer nada de origen animal: huevo, lácteos, bacon…
— ¿Pero, por qué?
— Porque no quiero formar parte de la explotación animal, Carmina.
— Pero ¿ni un poco de mantequilla en las tostadas?
— No, nada de mantequilla, la mantequilla lleva leche y…
— Vale, vale. ¿Un poco de pan para mojar en el café? Serás todo lo vegano que quieras pero tendrás que alimentarte.
Y desde ese día me he aficionado a cocinar algunos platos en versión vegana y, si me quedan más o menos bien, invito a Bryn para que me dé el visto bueno. Pero se me hace muy complicado cocinar sin ningún ingrediente de origen animal —y sin pasarme con la sal— y que el plato quede gustoso. Con los guisos o recetas que llevan sofrito aún me defiendo porque tiro mucho de ajo, de pimentón y de hierbas varias (¡qué maravilla el comino!), pero hay retos imposibles como la sopa de verduras; me queda siempre como agua de fregar.
A todo esto, Bryn ha estado sobreviviendo a base de hortalizas, cereales, legumbres y algas, (crudas o hervidas) porque no es que sea muy hábil en la cocina, ni tampoco voluntarioso. Y el resultado es, claro está, que se está quedando como un alfiletero. Un muchacho tan alto como él, que se pasa el día cargando hierros y piedras para sus esculturas, la otra tarde, sin ir más lejos, lo veo llegar pedaleando a todo trapo bajo la lluvia con su chubasquero verde caqui. Porque, claro, además va a todas partes con la dichosa bicicleta, ¡si es que ese trote no hay cuerpo que lo aguante! «Te das una ducha rápida y te vienes a cenar algo calentito» le escribí. A los quince minutos ya estaba en mi puerta.
— ¿Te gusta la sopa? —le dije mientras él sorbía directamente del tazón.
— Oh, Carmina… qué maravilla —me dijo— ¿no decías que la sopa vegana no te quedaba sabrosa?
— La práctica, hijo, la práctica.
La práctica y también el enorme hueso de jamón que estuvo estoicamente hirviendo cerca de dos horas entre zanahorias, chirivías, apio, acelgas, cebollas, puerros, calabacines, nabos, col y no sé qué más.
¿Que le he engañado? Tal vez pero ¿y la satisfacción de verlo comer con tanto gusto, alimentándose como es debido? Además, ¿seguro que le engañado o se ha engañado él a sí mismo? Porque a ver si nos entendemos: el día que las zanahorias sepan a jamón, yo también me hago vegana.
A cuidarse.