lunes, 8 de octubre de 2018

Reina por un día


Resulta que yo estaba en mi cocina haciendo mermelada cuando oigo el ruido de unos motores junto a la verja. Me asomo a la ventana del jardín y veo que se detienen tres coches negros idénticos, de esos que tienen los vidrios tintados. Empiezan a salir tipos con gafas oscuras, hechuras de armario ropero y pinganillos en la oreja, y cuando ya están colocados formando un pasillo, entonces sale él. Supe que era él porque quieras que no, y aunque sea solo de verlo en la tele, la vista también tiene cierta intuición. 

Le invité a pasar y le ofrecí café, que una puede tener sus ideas pero eso no quita que me guste ser hospitalaria, y él hizo un gesto a su tropa para que aguardaran fuera, incluso uno que parecía su secretario tuvo que recular mientras murmuraba entre dientes.
Se sentó en mi butaca (qué buen ojo tiene el señorón) por lo que yo tuve que acomodarme en un extremo del sofá. Aproveché para observarlo de cerca, no todos los días se presenta una oportunidad así, estaba muy consumido y ajado, se nota que en televisión hacen maravillas con el maquillaje y las luces. Entonces él me miró fijamente y habló: 
—Carmina —me dijo—, eres una buena mujer y tienes una casa muy acogedora. 
Yo iba a darle las gracias y a preguntarle cómo sabía todo eso si no nos conocíamos personalmente, pero él seguía hablando:
—Hace tiempo que estás bajo vigilancia y tras una larga búsqueda, me llena de orgullo y satisfacción anunciarte que eres exactamente lo que estaba buscando.
—¿Me han estado vigilando? ¿Eso se puede hacer?
—Habrás notado, en los medios de comunicación, lo mucho que se ha degradado mi imagen pública en los últimos años pero estoy decidido a restaurarla, quiero ser recordado como el hombre afable y campechano al que todos querían.
—Si me lo permite, está usted en el Ampurdà, no en Lourdes.
—Quiero acabar mis días junto a una mujer sencilla y humilde que me cuide con cariño. No va a faltarte de nada, Carmina —dijo sujetando una de mis manos entre las suyas— pero sí vas a tener que transigir en algo: no podemos casarnos.
—Ah —balbuceé yo.
—Sé que es decepcionante pero, según mis asesores, el pueblo me perdonará que viva apartado de mi esposa pero no que la relegue a un segundo plano institucional, ella es muy querida. Qué pelo tan bonito tienes —espetó entonces antes de añadir—: me gustan las pelirrojas. 
Yo lancé una mirada de soslayo sobre mis hombros y cuál fue mi sorpresa al ver mi melena rojiza cayendo en cascada sobre mi pecho, nada que ver con las hebras grisáceas que llevaba peinando los últimos cuarenta años. Aquello era muy raro. Y justo en ese momento Raspa entró en la sala y empezó a olfatear la decrépita figura aposentada en el sillón. 
—El gato se tiene que ir —dijo él con desgana—. Soy alérgico. 
En ese preciso instante sentí la rabia (una emoción que tenía bastante olvidada) trepándome por el esófago y amenazando con zafarse de entre mis dientes en forma de: «¡Hasta aquí podíamos llegar!». Y entonces, afortunadamente, me desperté. 

A cuidarse.

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