viernes, 21 de septiembre de 2018

Una historia que contar

Cuando yo era muy muy pequeña, si un niño quedaba huérfano, se lo llevaban unos parientes o se quedaba a vivir con los vecinos. Ese niño, pese a su desgracia, siempre tendría una gran historia en su haber: que cuando se enfrentaba a la terrible tragedia de quedarse solo en el mundo, alguien había decidido cuidarlo. No nos sucedía lo mismo a los niños y niñas que sí teníamos padres —o padre, en mi caso—, ya que nuestra historia era la misma para todos nosotros porque a todos nosotros, y sin excepción, nos había traído la cigüeña. 

Nunca me gustó demasiado formar parte de ese segundo grupo —mayoritario e insustancial— de niños con cigüeña y sin nada interesante que poder explicar, y ya estaba a punto de darme por vencida cuando descubrí que en mi propio pueblo, entre los críos de la escuela, había un tercer grupo que, sin duda, era el de los más privilegiados: niños con padres y también con una historia. 

Eran cinco hermanos entre los tres y los diez años y cada uno de ellos sabía exactamente de dónde venía: Carmeta, la mayor, viajaba con unos feriantes gitanos que la desatendían y que planeaban venderla. Josep, el segundo, había sido abandonado en el bosque a expensas de los lobos. Alfons, el tercero, bajaba peligrosamente por el río metido en una cesta diminuta —sí, sí, como Moisés—. Mariona, la cuarta, apenas caminaba y ya trabajaba encerrada en un molino. Y el más pequeño, Roc, colgaba peligrosamente de la rama de un árbol altísimo justo en el momento en que su salvador pasaba por allí cerca. Su padre los mantenía embelesados mientras les explicaba todas esas historias en las que él al final lograba salvarlos tras pasar no pocos aprietos. Y con esas historias les amenizaba las tardes de lluvia, al calor de la humilde chimenea; les hacía reír, les hacía llorar y, sobretodo, les recordaba lo queridos que eran. 

Quizá fuera eso lo que urdió en mí unos celos terribles hacia aquellos cinco hermanos con la cara llena de mocos. Yo también quería una historia como la suya para sentir que importaba y si mi madre hubiera vivido me la habría dado; pero mi padre no, él era un hombre demasiado racional y de haberle insistido me habría acabado explicando la verdad. Por suerte no insistí y todavía pasaron varios años antes de saber cómo llegaban los niños realmente a este mundo. Teniendo en cuenta mis expectativas fue terriblemente decepcionante. 

A cuidarse.

viernes, 18 de mayo de 2018

Pequeños grandes placeres



Sauveur, Annabel y la niña iban a visitarme el sábado por la tarde pero antes de que llegaran llamó Ada: estoy en el coche con los perros ¿me invitas a un café?; y cinco minutos más tarde, mientras sacaba la tarta de manzana del horno, llega Bryn emocionado con un tarro de nata fresca de no sé qué granja de los alrededores. 


Así que ese sábado los tuve juntos en mi mesa, a excepción de Berta que estaba demasiado excitada con los perros e insistió en que sus padres le dejaran quedarse en el jardín. 

Puse la nata en un bol, la tarta en platitos y serví café a todo el mundo, y mientras el chorrito oscuro y humeante golpeaba mi taza, sentí su aroma. Debí poner cara de gusto porque Ada me dijo: 
—Tú no te cortes ¿eh? Que la hipertensión en realidad no existe. 
—Un día es un día —dije yo llenando la taza hasta arriba—. No me toquéis el café que es uno de mis pequeños grandes placeres y el mejor invento de la humanidad —Sauveur me miraba condescendiente— El café, las novelas y fregar con Fairy —concluí yo y todos rieron menos él que negaba con la cabeza— ¿Ah, no? Pues dime tú. 
—Los mejores inventos de la humanidad son: la empatía —Ada hizo un amago de abucheo ahuecando las manos—, el cine —hubo cierto murmullo que tendía a la aprobación— y, por supuesto, los navegadores para el coche —Annabel esbozó una leve mueca—. La de discusiones que nos han ahorrado, mi amor —susurró él con cariño— Ada —anunció mirando a su hermana—: te toca. 
—El jamón de bellota, el sexo y las tandas numeradas en las tiendas. En ese orden —espetó ella del tirón. Annabel lanzó una mirada furtiva hacia la ventana para asegurarse que Berta no les estuviera escuchando mientras los demás reíamos por lo bajo— Venga, venga, no seáis hipocritillas… —canturreaba Ada. 
—¿Y los perros? —dijo Sauveur. 
 —Los perros son algo intrínseco a mi persona, como tener pelo en la cabeza. Bryn, te toca. 
—Cerveza, sol y playa —dijo también de corrido mientras nos miraba con sus ojillos juguetones de color aguamarina— ¿Qué esperabais? —Exclamó ante nuestra falta de reacción— ¡Soy un guiri! 
Todos reímos. 
—Falta Annabel —dije yo entonces. 
—No sé, podrían ser tantas cosas… 
—Venga, mójate —insistió Ada. 
—Pues supongo que la familia, el yoga y —titubeó como si fuera a decir algo vergonzoso— ¿el chocolate? 
 Berta entró de pronto buscando algo y al percibir nuestro silencio, alzó la vista y nos miró. 
—Jugamos a decir las tres cosas que más nos gustan —le dijo su padre—, te toca. 
—El chocolate —respondió ella sin pensar mientras se agachaba para mirar bajo la mesa. Estaba buscando a Raspa. 
—No vale, el chocolate ya está dicho. 
—En realidad a mí solo me gusta el negro —aclaró Annabel. 
—El chocolate blanco y el chocolate marrón —dijo la niña mientras buscaba tras el sofá.  
—Te falta uno… no puede ser todo chocolate —insistió Sauveur a pesar de la patente falta de interés de la niña—. Vamos, Berta, que ya tienes cinco años, piensa un poco… La niña se volvió hacia él y dijo entre hastiada y desafiante: 
—Lo que más me gusta es hacer pis en la bañera. 
Ada, Bryn y yo proferimos una gran carcajada, fue inevitable y más con la cara que se les había quedado a los padres mientras Berta seguía buscando al gato. Ada, sobretodo, parecía que fuera a partirse por la mitad y cuando vio que yo la estaba mirando me correspondió con una sonrisa cómplice: Me encanta esta niña. 

A cuidarse.

sábado, 28 de abril de 2018

«Cosas» de mujeres


Supongo que me habrás oído hablar por teléfono con Ada. Yo ya sé que ella no acepta que se le diga según qué pero ¿qué iba a hacer si no? Y entiendo que me pongas cara de «cómo se te ocurre» pero ¿me entiendes tú a mí? ¡Concho, que es mi nieta! Y todo esto que está pasando me asusta. Que ya paso de los treinta, Carmina, me ha dicho, ¡que ya no soy ninguna perita en dulce! Y se reía la muy… 

Nunca me ha preocupado que estén lejos, ellos tienen que hacer su vida y punto; más bien son ellos los que se inquietaban por mi salud y mi autonomía. Pero ahora viviría más tranquila si pudiera estar allí. Si fuera por mí, cogería un tren ahora mismo y me plantaría en su casa. 

No, no, no. Ya sé que no es una chiquilla, ya sé que no le gusta demasiado sociabilizar con desconocidos, que no le va a pasar eso mismo que a la pobre criatura de los San Fermines; pero después de que los jueces —tres jueces, uno de ellos mujer— dijeran lo que han dicho, es como si nosotras valiéramos menos, como si lo que a nosotras nos pueda suceder en manos de un hombre fuera algo secundario, como si fuera casi natural, ¿a ti no te lo parece? Y vete a saber si eso no animará a otros descerebrados que hasta este momento se habían contenido por miedo a pudrirse en la cárcel. ¿En qué estarán pensando algunos hombres, digo yo? 

Padre, con todo lo serio que era, cuando le hablaba de rumores que corrían por el pueblo siempre acababa sentenciando: «A todos los tontos les da por lo mismo». Yo me lo tomaba como un exceso de soberbia por su parte; padre, aunque se cuidara mucho de que se le notara, en el fondo miraba al resto por encima del hombro, convencido de que eran víctimas de su propia ignorancia pero si lo pienso bien, algo de razón tenía. ¿Acaso no está en la cabeza de cada uno evitar que se cometa ese tipo de vilezas? 

Ada, cariño, le he dicho, ten mucho cuidado. No, escúchame, anda, que ese barrio tuyo por la noche es muy solitario, no salgas sin los perros. ¿Los perros? Ha dicho ella otra vez a punto de reír, ¡estos solo muerden si les tocas la comida! ¡Voy apañada si dependo de ellos!. Yo ya la he dejado por imposible porque veía que cuanto más le dijera, menos en serio se iba a tomar el tema; me he quedado callada y entonces, al cabo de unos segundos ha sido ella la que ha hablado: 

«Carmina» ha susurrado «el desgraciado al que se le ocurra ponerme una mano encima, primero tendrá que matarme». 

Y por eso no tengo ganas de cenar. Acábate el pienso y vete a tu capazo que hoy no hay tele. 


(Un fuerte abrazo para TODAS)

domingo, 8 de abril de 2018

Brunch


Bryn ha estado en Cardiff unos días visitando a sus niñas. Cuando pasó por casa al volver del aeropuerto estaba más pálido de lo normal y tenía una expresión triste. No me gusta verlo así.
— Tendrías que salir por ahí de vez en cuando para animarte.
— Ya sé, ya sé…
— Y así conoces alguna chica.
— Carmina… 
Se fue para su casa y pasó tres días sin dar señales de vida. Yo estaba tranquila porque desde mi jardín oigo todos sus trajines: la radial, el soplete, los martillazos... Me lo imaginaba lleno de polvo y con virutas por todo el pelo, enfrascado en alguna de sus esculturas; cuando está bajo de ánimo se refugia en sus fases creativas y ni come ni duerme. Pero al cuarto día vi aquellas botellas de whisky vacías junto al contenedor del vidrio y no me gustó nada. Le estuve dando vueltas; no quería llamarle por teléfono o escribirle, me parecía demasiado intrusivo y Bryn es muy sensible. Al final me decidí a escribirle una notita y pasársela bajo la puerta: 

Vente a comer mañana. Haré algo rico y calentito. 

Carmina 

Prometo no hablarte más de mujeres. 

Esa misma tarde me pareció escuchar su bicicleta en dirección al pueblo. No acerté a verlo por más que corrí hacia la ventana. Y entonces vi a Raspa jugueteando con algo que había por el suelo. Parecía una nota de papel. Cuando por fin pude arrebatársela, estaba toda arrugada: 

Ven tú sobre las 12. No traigas nada. Yo cocino. 

Bryn

Me recibió con el pelo recogido en uno de sus moñitos con un bastoncillo clavado. Estaba aún más flaco que cuatro días atrás, pero sonreía. «¡Vualá!», exclamó al mostrarme la mesa llena de platitos y bandejas: huevos revueltos, verduras a la plancha, un surtido de quesos, tostadas, mantequilla, tres tipos de mermelada, tortitas, champiñones salteados, alubias, puré de patata, salchichas, beicon, salsa de chocolate, café… Me dijo que era un brunch, pero la palabra que a mi entender mejor describía semejante despiporre de comida no era otra que barbaridad. Aunque el muchacho se había tomado tantas molestias que le di las gracias mientras trataba de recordar si tenía de sal de frutas en casa. 
— Con las niñas hemos tomado brunch todos los días —empezó a decir mientras me servía una taza bien generosa de café. Él es el único que no me sermonea con el café. Luego murmuró sin levantar la vista— Las echo de menos. —Le sujeté la mano sin decirle nada. Sentí que ese simple gesto le reconfortaba.
— Con lo buen mozo que eres, seguro que podrías encontrar a una buena chica ¡Ay, perdona! —exclamé de pronto—. Te dije que no me iba a meter en tus cosas. —Tendí la mano para que me pasara el tarro de la miel. Era oscura y muy espesa—. Una chica o un chico, ¿eh? —dejé ir mientras hundía la cuchara y me embargaba el olor a miel de romero—. Que yo no tengo prejuicios.
— Carmina, me lo has prometido. 
Me serví una ración de alubias con salsa. De verdad que calladita estoy más guapa. 


A cuidarse.

domingo, 25 de marzo de 2018

La cocina: ese deporte de riesgo


A mi nieto Sauveur le encanta tener gente a comer o a cenar y es un anfitrión de lujo. Lee muchísimo sobre cocina y a veces, me pide alguna de mis recetas; yo encantada de dárselas, lo que pasa es que me pone nerviosa porque es bastante pejigueroEl otro día me escribió preguntando por la receta de mi coca de yogur que no deja de ser un bizcocho muy facilito que sirve de base para cualquier tarta casera. Escríbemela, me dijo —él sabe que yo cocino de memoria—, le haces una foto con tu móvil y me la mandas. Mira, hijo, le dije, si tengo que hacer todo eso prefiero coger el tren, ir hasta tu casa y hacerte el bizcocho yo misma. Llámame esta noche y te la canto de viva voz.

Eran las nueve o así y estaba en el sofá viendo Big Little Lies con Raspa en el regazo; la serie empieza con un cadáver que no se sabe de quién es y estamos los dos la mar de enganchados. Entonces sonó el teléfono. Puse el reproductor en pause. Venga, me dije, serán dos minutitos.
—Un yogur natural. —Al tratarse de una coca de yogur me pareció que lo más adecuado era empezar por el yogur.
—¿Azucarado o sin azucarar? —Ya empezábamos.
—Sin azucarar.
—¿Alguna marca de yogur en concreto? —dijo. En vista de mi silencio añadió—, es que unos son más ácidos que otros, la textura también cambia...
—Yogur marca blanca, sin azucarar y sin zarandajas —me pareció que titubeaba—. El más barato, Sauveur —añadí para zanjar la cuestión—. El resto de ingredientes —reanudé—: tres huevos.
—¿De qué tamaño?
—Tamaño huevo —Raspa dio un respingo. Se conoce que le estaba apretando el lomo.
—¿Pequeño, mediano, grande…?
—Huevo normal, hijo. Mediano —claudiqué al fin.
—Tres huevos medianos —murmuró él al ritmo en que iba anotando.
—Entonces, Sauveur, te digo el resto de ingredientes que se miden con el recipiente del yogur: la harina —y antes de que preguntara— Ni de repostería ni de fuerza ni nada, harina blanca de trigo de toda la vida. —Ahí lo pillé desprevenido y no se atrevió a replicar—. El azúcar: blanco, refinado, sin refinar, moreno o glass. Lo que prefieras
—Sin refinar. Aquí en casa, sin refinar.
—Aceite —proseguí implacable—, de girasol.
—Pero…
—De girasol, hijo, que el de oliva le da un gusto muy fuerte.
—Ya te pasaré un artículo que leí sobre el aceite de girasol.
Estuvimos cerca de diez minutos para acabar con el bendito listado de ingredientes y luego llegaron las disquisiciones sobre el orden en que había que mezclarlos, la discusión sobre tipo de recipiente y el engrasado del mismo, la temperatura del horno y el tiempo de cocción. Tras colgar me quedé unos segundos en silencio, mirando la pantalla del televisor con el rostro de muñeca de Nicole Kidman congelado en medio de una discusión con el mocetón que hace de su marido en la serie. Recuérdame que otro día le envíe la foto de la receta, le dije a Raspa. Él se volvió y me miró: Tú es que no aprendes


A cuidarse.

domingo, 18 de marzo de 2018

Malditas palabras



El 8 de marzo se celebraba el Día de la Mujer y por todas partes se armó un belén que ni te cuento. A mí me pilló en la cama con un constipado de los gordos pero por televisión pude ver la cantidad de mujeres en todo el país que salían a la calle. Si no hubiera sido por los analgésicos, los sentimientos contradictorios me habrían vuelto más loca de lo que estoy.

Ada vino a verme ese mismo fin de semana y como yo sabía que me echaría la bronca por no decirles que había estado enferma le preparé su tarta favorita, la de zanahoria. No me vengas con zalamerías, fue lo que me dijo al verla. También sabía que diría eso; como si la hubiera parido. Dejó a los chuchos fuera, atados en el patio de entrada, para regocijo de Raspa que los observaba desde el alfeizar de la ventana con su gatuna condescendencia. 

—Nena, tú no serás feminista… —le dije a Ada mientras le servía un trozo de tarta y una taza de café. 
—Me tomas el pelo —respondió ella mirándome fijamente. 
—Qué alivio, hija —murmuré. 
—¡No me tomas el pelo! —exclamó ella entonces—. Claro que soy feminista. ¿Tú no? 
Ya me extrañaba a mí, mi Ada tiene un temperamento muy afín a todo lo beligerante. Siempre pienso que si no fuera tan inteligente y tan pragmática ya se habría metido en algún lío. 
—Yo estoy feliz de que las mujeres luchemos por la igualdad de derechos —enuncié con mucho tiento—. Solo que eso del feminismo no me suena bien, no me gusta… 
—Pero ¿qué te crees que es el feminismo? 
—Será lo mismo que el machismo pero en la versión para mujeres. 
—Te equivocas. No tiene nada que ver. 
Machismo, feminismo. Palabras homólogas, digo yo. 
—Déjate de tecnicismos, Carmina. Te voy a buscar en el móvil ahora mismo las definiciones de la RAE, para que veas.
—Déjalo, hija, si ya sabes que yo no me meto en tus cosas. Solo era curiosidad. 
—Escucha —sentenció ella. Me di cuenta de que no iba a dejarlo estar tan fácilmente—, machismo: actitud de prepotencia de los hombres hacia las mujeres. 
—¿Ves tú? 
Ada levantó la palma de la mano para pedirme silencio. 
Feminismo —continuó leyendo—: principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre. 
Si no lo dijera la RAE no lo hubiera creído. ¡Qué coraje! Ada me miraba con esa velada expresión burlona que tan bien le sale, riéndose solo con los ojos. 
—La palabra no ayuda nada —me excusé. 
—Bueno, pero ahora ya lo sabes —concluyó ella retomando su café—. Eres feminista. 
—¡A mis años! 
—¡Pero si lo habéis sido siempre, la abuela Renée y tú! 
—Soy feminista —dije en voz alta para ver qué tal sonaba—, no sé si será bueno para mi tensión. 
—Lo que no es bueno para tu tensión es ese café que te estás tomando. 
Yo resoplé con hastío. No se cómo se lo montan pero al final siempre sale el tema del café. 


A cuidarse.

martes, 19 de diciembre de 2017

Costura temeraria

Padre era pelirrojo y también rojo. Lo primero era una evidencia ante ese abultado mostacho cobrizo que lucía con tanto orgullo, lo segundo nadie lo sospechaba siquiera. Tenía un posado severo e imperturbable tras el que maduraba sus ideas revolucionarias, pero cuando las exponía lo hacía con tanta desafectación que a nadie se le ocurría que fueran revolucionarias; solo extravagantes. Así que cuando padre murió y me decidí a poner orden en su despacho y encontré aquellos rollos de lona impresa con los colores republicanos, solo me sorprendí un poco. Nunca sabré cuánto tiempo llevaban ahí a la espera de ser recogidos por quien fuera, pero era el año 64 y no era el momento adecuado para dejar todo aquello por ahí tirado para que cualquiera lo encontrara. Así que los cincuenta metros de bandera regresaron a la clandestinidad.

Pero esa no fue la única situación curiosa tras la muerte de padre; ya llevaba meses enterrado cuando me mandó llamar el cura: que en la partida de nacimiento ponía Ramón Amadeo Petit y en su documento nacional de identidad aparecía solo como Ramón Petit y que su registro tenía que coincidir con los datos funerarios y qué íbamos a hacer con ese Amadeo de más... Yo era joven y apreciaba a la gente por defecto, es decir, que si no había ningún motivo claro por el cual despreciar a alguien, directamente lo apreciaba, y él era el cura recién llegado de Girona: nuevo, joven, con pelo y plenamente convencido de la fascinación que ejercía sobre la gente sencilla del pueblo, y sobre todo en las mujeres. Yo tenía veinticuatro años y una absoluta indolencia frente a sus benditos encantos —solo que aún no lo sabía— y me limité a escuchar su perorata administrativa mientras observaba su pelo, a mi parecer, excesivamente negro para una tez tan pálida. 
—Pero no se preocupe, Carmina —concluyó a modo de cierre—, nada de esto tiene que ser un problema.
—Pues mejor así.
—Problemas son los que el Señor nos saca al paso para ponernos a prueba. Y es nuestro deber de buenos cristianos responder y, sobretodo —recalcó—, responder a la altura, ¿no le parece, Carmina? 
—Sí, claro. 
—No vaya usted a creer que los pueblos pequeños dan problemas pequeños. El Señor debe estar muy interesado en probarme. 
—No me diga. 
—No sé qué vamos a hacer con los tapices de las Hermanas... 
—¿Qué tapices? 
Resulta que en algún lugar de la iglesia habían permanecido ocultos una docena de tapices bordados a mano por no sé qué monjitas. Y ahora el Obispado los reclamaba para ser devueltos a la catedral de Gerona… y debían estar hechos unos auténticos zorros —aunque él no lo dijera con esas palabras— porque necesitaban un refuerzo para volver a colgarse sin que la tela bordada se resintiera. 

Alimaña de cura. 
—¿Reforzarlos por dentro? ¿Con algo parecido a una lona gruesa y fuerte? —le dije yo.
—Algo así, imagino. Yo no sé de costura, Carmina. Usted es la entendida. 
Y Amadeo dejó de ser un problema cuando la bandera republicana entró en la catedral. 


A cuidarse.

sábado, 9 de diciembre de 2017

La culpa es de internet

A mi nadie puede decirme que no me tomo en serio lo de comprar el pescado. 

Nadie.

En esta casa se come pescado todos los martes y jueves desde que puedo recordar. Siempre me he encargado personalmente de ir al mercado para, ya fueran unas simples sardinas o unos buenos lenguados, asegurarme de que fuera todo bien fresco. Y si no recuerdo mal, habré faltado a mi cometido solo por motivos de salud propios o ajenos.

Pero hoy estaba esperando mi turno en el puesto de siempre y alguien hablaba sobre todas estas noticias que nos están cayendo como fuego abierto: mujeres asesinadas, mujeres violadas, mujeres acosadas… y al parecer, no solo aquí, está sucediendo por todas partes; un carrusel de noticias desmoralizadoras para cualquiera con un mínimo de humanidad.

Entonces va una y dice: «La culpa de todo la tienen las drogas». Las drogas. Estuve a punto de replicar pero es que no tenía ganas de tangana, yo solo quería comprar un congrio precioso al que había echado el ojo nada más entrar y venirme corriendo para casa con él. Pero la tangana se ha armado igual porque alguien ha empezado con que si los chavales hacían tonterías por culpa de las malas compañías. Y yo mirando mi congrio. Entonces salta una que estaba a mi lado con que algunas mujeres son promiscuas y hacen que sus parejas pierdan los nervios. Mi congrio, mi congrio. Otro, desde atrás, que si la droga la traen los inmigrantes. Las drogas otra vez, como si las drogas fueran persiguiendo a la gente para metérsele en el cerebro. Si yo ahora cogía ese congrio de casi un quilo y aporreaba con él a cualquiera de aquellas mentes pensantes, ¿la culpa sería del congrio?. «Claro que la culpa es de las drogas. Antes no pasaban estas cosas» escucho por ahí. Alguien replica que esas cosas han pasado siempre pero que ahora nos parece que suceda más por toda la información que nos llega a través de internet. Y la culpa de nuestra miseria humana, de nuestra absoluta falta de respeto por nuestros semejantes en cosa de un minuto ya había escapado de nuestras manos para responsabilizar a las drogas, a las malas compañías, a los inmigrantes, a las mujeres promiscuas y ya empezaba a ser posible que a alguien se le ocurriera que la culpa finalmente la tuviera internet. «La culpa de todo la tiene internet», ha dicho entonces una de las pescaderas.

No me mires así, Raspa. Me da igual que sea martes. Yo ya no tengo edad para escuchar según qué tontadas; el médico me tiene frita con la tensión y está empeñado en que no tome más café pero son este tipo de cosas las que a mí me quitan la salud. Así que deja de hacerte el exquisito porque tengo dos malas noticias para tí: la primera es que si no te comes ese pienso no hay nada más y la segunda es que no pienso compartir mi tortilla contigo. 


A cuidarse.

PD: a ver si empezamos todos a buscar menos excusas y más soluciones.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Abuela con gato



Estaba doblando ropa sobre la cama de invitados cuando una pila de calcetines volcó y se escurrió entre la pared y la cama. Me daba tanta pereza meterme por el hueco y agacharme para recogerlos que no se me ocurrió otra cosa que tumbarme sobre el borde lateral de la cama y estirar el brazo para buscarlos a tientas, con tan mala suerte que el peso me venció, me caí y me quedé allí atrapada, entre la pared y la estructura de hierro de la maldita cama antidiluviana. 

Pasé los primeros minutos en silencio, estupefacta. Me visualizaba a mí misma empotrada boca arriba con los brazos pegados al cuerpo, sin la menor capacidad de maniobra. Había visto en internet imágenes menos ridículas. Alargué con dificultad el brazo hasta palpar el bolsillo de mi bata: nada. Normalmente llevo ahí el móvil pero estaba claro que ese no era un día normal. Gritar era mi única opción, aunque mi casa está a diez metros del vecino más próximo. Entonces recordé que había varias ventanas abiertas puesto que antes de la caída había estado ventilando. Tocaba gritar. Estaba tomando aire cuando algo rozó mi zapatilla. Levanté la cabeza: Raspa me olisqueaba el pie. «¡Ay, Raspa!» exclamé desesperada. Él se dio la vuelta y se largó. Maldito bicho. Y acababa de descubrir que atrincherada allí dentro y con las costillas oprimidas, cualquier grito de socorro quedaba prácticamente amortiguado. Sería como una de esas abuelas a las que encuentran muertas en casa y con el gato rondando su cadáver. Peor aún, porque Raspa no iba a rondarme siquiera, a lo mejor incluso aprovechaba mi situación para colgarse de las cortinas. ¡Con todo lo que he pasado en esta vida y tener que acabar de una forma tan estúpida! Por tu mala cabeza, por tu mala cabeza… (me invadía una suave melodía de bolero). 
—¡Carmina!
El rostro de Bryn, con sus ojillos azules y la melena rubia y rizada cayéndole sobre los hombros irrumpió en mi campo visual. Nunca había estado tan cerca de creer que estaba viendo al mismísimo Jesucristo.
—Estás bien?
Apartó la cama con un solo gesto furioso y, antes de que yo misma pudiera reaccionar, me agarró por las muñecas y me sentó como si mis ochenta quilos fueran de mentirijilla. Y cuando finalmente logré incorporarme con su ayuda fue cuando noté el dolor en el tobillo.

Total, que me ha llevado hasta el sofá, me ha puesto un ungüento y unas vendas compresivas que ha traído de su casa y me ha obligado a tomarme un tazón de caldo caliente. Pero primero me ha sermoneado: «Carmina, Carmina… si no llega a ser por Raspa... ¡nunca te separes del móvil!»

Y así he pasado el resto del día: tumbada en el sofá con una revista y con Raspa enroscado a mis pies. Definitivamente, me he convertido en una abuela con gato.


A cuidarse.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Cerrar por dentro



El otro día me enteré de que habían abierto la tumba de Salvador Dalí para hacer una prueba de ADN con sus restos y comprobar si una mujer era su hija (y heredera) tal como aseguraba. Y se me puso mal cuerpo. Ya comprendo que los restos de un difunto no tienen dueño porque el dueño está difunto, pero ¿eso da derecho a manosear sus huesos desgastados como si fueran las fichas de dominó de un centro geriátrico?. Se le quitan a una las ganas de que la entierren.
—¿Y entonces qué? ¿a la hoguera? —me dijo Ada. Con ella puedo hablar de estas cosas.

—No me hace mucha gracia —dije yo.

—Te ponemos en una urna bien «cuqui» y Sauveur y yo ya nos iremos turnando para tenerte en algún estante del comedor.

—No lo veo, hija. Ya sabes que no quiero ser una molestia.

—También podemos echar tus cenizas al mar. Seguramente acabes pegada a la espalda de algún turista alemán.

—Nunca he estado en Alemania.

—Algunas ciudades son realmente bonitas pero hace un tiempo horrible y tienen una dieta muy poco equilibrada. Nada de verduras.

—Entonces, no —dije lanzándole una sonrisa cómplice. Cómo me conoce—. A lo mejor podría donar mis órganos —solté de pronto. Ambas nos unimos en una ruidosa carcajada— ¿Te imaginas?

—¡No!

—¡Si le pusieran algo mío a alguien es que el pobre está realmente fastidiado! ¿eh?

—Bueno, ¡tiene el valor de la experiencia!

—¿Quién quiere un hígado sabio?

—Tienes razón. La gente ya no valora esas cosas.
Estábamos tomando café con un par de porciones de pastel de zanahoria. Ada me consiguió la receta hace tiempo y se ha convertido en una de mis especialidades. Siempre que viene a verme, la preparo.
—Hay otra opción. Una opción seria, me refiero —dijo ella entonces con el carrillo abultado por la tarta—. Puedes donar tu cuerpo a la ciencia. Yo lo he pensado algunas veces.

—¿Y qué harían con él?

—Lo que necesiten, cortarlo a trozos y experimentar con ellos, supongo.

—¡Uy, no, hija! Qué repelús de pronto… —Volví a acordarme de la tumba de Dalí y todos aquellos individuos con escafandra revolviendo en ella.

—Una vez te has muerto ¿qué más da?. Vaya, Carmina —añadió con sorna—, pensaba que eras una mujer con una mentalidad abierta.
¿Ves tú? Uno puede tener la opinión de sí mismo que quiera pero siempre se lleva sorpresas. Ya lo decía padre: «nunca digas “de esta agua no beberé” ni “este cura no es mi padre”». Yo me moriré y me iré donde sea, no me preocupa porque sé que estaré bien, pero pensar que alguien vaya a calcinar mi cuerpo o a descuartizarlo y exponerlo como si fuera un puesto de casquería en el mercado, me pone muy nerviosa. Así que creo que me quedaré con la opción de toda la vida, el sistema tradicional: a la caja y bajo tierra. Aunque me quedaría más tranquila si se pudiera cerrar por dentro.


A cuidarse

martes, 7 de noviembre de 2017

Jaulas borrascosas

«Cuando pasas por mi puerta y no me dices adiós, lo que te dejas te llevas, tú no eres mejor que yo»
El dicho es antiguo pero describe muy bien cómo funcionan las cosas en las comunidades pequeñas. Aún hoy lo pienso cuando voy a Girona a hacer algún recado o a Barcelona a visitar a los chicos; la ciudad se la come a una, eres anónimo, uno más, con todo lo malo que eso conlleva porque a veces me detengo en medio de una de esas avenidas enormes que hasta tienen una rambla con juegos infantiles, con la jauría de coches pasando por ambos lados y pienso: Me da un «jamacuco» aquí mismo y no se entera nadie hasta que pasen los barrenderos.

Todo lo contrario que en los pueblos, que se te caga un pájaro en un callejón y en dos minutos ya es de dominio público. En un pueblo es como si llevaras permanentemente a cuestas un cartel luminoso con todos tus antecedentes familiares y vitales; y da lo mismo si de todo eso hace veinte o cincuenta años, da lo mismo que tú hayas cambiado, lo que manda es el cartel y por él te juzgarán hasta que te mueras. Así que ¿para qué cambiar? ¿Para qué enmendar los errores si todo va a seguir igual? Y es que las comunidades pequeñas, cerradas y con poco movimiento de gente son como una cama sin ventilar, cuando te acuestas por la noche huele a la noche anterior. Y eso no es bueno. Todo esto me recuerda una obra de teatro que leí hace años: «La casa de Bernarda Alba». A ver si esas muchachas no estaban todas medio locas de vivir encerradas en esa casa y con esa madre tan controladora. Ahí sí que no corría el aire ni por casualidad. Luego, claro, basta con que alguien mencione a Pepe el Romano (que ni aparece en la obra) y aquello explota como una olla a presión. Pero luego tenemos el caso contrario: «Cumbres borrascosas». A ver quién me niega ahora que los espacios tan abiertos y tan agrestes y tan solitarios no lo pueden volver loco a uno también. Todo el día con el silbido del viento pegado al oído y el pelo pegado a la cara. Demasiada ventilación en este caso. No digo que Heathcliff hubiera sido mejor persona criado en otro entorno, o que Catherine hubiera sido más sensata, pero esos arrebatos, esa impulsividad tan salvaje son cosa del ambiente que se respira. 

Aun así, por mucho que defienda que el lugar en el que se vive influye en el carácter de las personas, creo que la educación y la convivencia tendrían que primar sobre todo lo demás. Y el dicho sería mucho más instructivo de este modo: 
«Cuando pasas por mi puerta y no me dices adiós, si yo tampoco lo digo es que tengo un alma tan pobre como la tuya»
Pero no suena tan bien.


A cuidarse

martes, 31 de octubre de 2017

Confesiones

(Mientras veo «The Handmaid’s Tale»)

Mis nietos me cuidan mucho. Ellos viven en Barcelona pero hoy día eso no supone barrera alguna, con lo fácil que es llamar por teléfono o escribir un mensaje o enviar fotografías o vídeos. Es como si estuvieran aquí conmigo pero sin dar la lata. Creo que la tecnología es un avance y nos hace la vida más sencilla pero tampoco hay que volverse loco; si no me apetece contestar un mensaje en cuanto llega, pues lo dejo para más tarde. Hay que ver cómo se ponen.
—¿No has visto mi mensaje? ¿Dónde metes el móvil? Me tenías preocupada.
Esa es Ada.
—Carmina, tienes que subir el volumen de tu móvil para que puedas oírlo. En el botón lateral, el más largo. El próximo día repasamos otra vez.
Ese es Sauveur.

Les preocupa que me sienta sola. Ya se lo he dicho: tengo la vida que quiero y vosotros estáis bien, no necesito más, (dejadme cenar tranquila, leñe). Lo bueno es que me traen libros, revistas, de todo. Y lo mejor es el cacharrito ese, el pen. Sauveur me graba dentro un montón de series y disfruto como una enana viéndolas. Qué buenas son algunas, y eso que a veces me ponen los pelos de punta. La de la criada sin ir más lejos. Las cofias blancas, las túnicas rojas… no sé quién decía el otro día en la radio que la puesta en escena le resultaba demasiado «teatral». Yo entiendo que a los tertulianos les pagan para que digan cosas, pero tendrían que aplicarles un plus cualitativo. Las sandeces no deberían contar como información. Qué teatral ni teatral, es simbólico, es una realidad exagerada pero no tanto, una llamada de atención, un aviso. Las cosas nunca llegan de un día para otro, se van tejiendo poco a poco delante de nuestras narices. Y cuando al fin estallan y todos nos llevamos las manos a la cabeza, entonces es cuando nos percatamos de nuestro error inmovilista, de nuestro conformismo imperdonable. Me quita el sueño la serie de las narices. Después de cada capítulo me quedo un buen rato dándole vueltas al asunto. Pero es tan buena que al día siguiente me pongo otro. Vivo muy bien, no sé qué les preocupa tanto. Mi salud, claro, ya tengo una edad. Supongo que yo en su lugar haría lo mismo. Son muy buenos chicos y los quiero con locura.

Espera, ellos leerán todo esto. 

Os quiero, niños, pero a veces os alarmáis por cualquier cosa. Que si el azúcar, que si la tensión… solo son números que alguien ha establecido así porque sí. Las farmacéuticas. Trazan una línea recta y lo que queda por encima está mal y lo que queda por debajo también. Así no se puede acertar nunca. Lo de la semana pasada fueron pequeñas fluctuaciones sin importancia, el caso es encontrarse bien y yo estoy como un toro, muy animada, con el huerto, con mis lecturas…

Y me gusta el café y no pienso dejarlo.


A cuidarse.

lunes, 23 de octubre de 2017

La intimidad


Pues Bryn es escultor. Tiene las manos ajadas y callosas de un viejo que estuviera todo el día trabajando en la cantera. Sin embargo, le miras la cara y esos ojillos aguamarina y no aparenta los treinta y pocos que tiene. Ya hace unos meses que nos conocimos, cuando vino a interesarse por las verduras que cultivo en el huerto (resulta que soy famosa, que por el pueblo me llaman «la yaya ecológica»). Llegué con él a un acuerdo porque no me sentía cómoda cobrándole por un manojo de ajos y cuatro tomates, así que él contribuye a la causa trayéndome su cubo de residuos orgánicos para el compuesto con el que luego abono el huerto. Y también, de vez en cuando, me hace alguna chapucilla de lampistería o fontanería, que servidora ya anda mal de la vista y del pulso ni te cuento.

A veces simplemente se pasa para charlar un rato. Creo que no tiene demasiada vida social, que es uno de esos artistas absorbidos por su fiebre creativa. Yo siempre le planto un tazón de café bien largo, como a él le gusta, y un trozo de tarta o de coca salada que tenga por la cocina. Y lo aprecia como si le estuviera regalando el cielo, sujetando el tazón entre las manos con una devoción que me conmueve. Vivir solo no es fácil. He escuchado cientos de veces esa queja sobre la intimidad, que convivir con otras personas no permite tener intimidad; pero se refieren a poder ir en cueros por la casa y echarse unos gases en el salón. La intimidad, tal como yo la entiendo, no tiene que ver con estar solo o acompañado, es un estado de bienestar con uno mismo o con la persona con la que convive. Y Bryn tiene demasiados demonios, por eso se pasa el día moviendo y aporreando esos bloques de piedra que tiene en el jardín. Y cuando con eso no es suficiente, viene a ver a Carmina.

En una ocasión le pregunté por su familia; su madre había fallecido cuando él aún era un niño y, el resto, vivían en Cardiff: su padre, con el que no se habla, su hermano que tiene una enfermedad crónica, y sus dos hijas. 
—¿Tú tienes dos hijas?

—De cuatro y de siete. La madre y yo ya no estamos juntos.

—Las verás muy poco.

—No las veo desde que vine aquí —dijo entre dientes. 
Hacía meses que vivía al otro lado del camino. Primero sentí lástima pero luego me vi embargada por la sospecha. 
—¿Tú no serás de esos que pegan a su familia?

—¿Eh?

—Pareces buena persona pero a veces los más mansos son los peores.

—¡No!

—No me mientas, Bryn, que yo ya he visto muchas cosas.

—Carmina, my god… jamás haría daño a mis hijas o a su madre.

—¿Y qué haces tú solo en este pueblucho y con ellas tan lejos?

—Es complicado —murmuró. Luego me miró fijamente: sus ojos, sus cejas… me estaba pidiendo que no insistiera. Y no insistí. 
Eso, aunque no durase más que unas décimas de segundo, es para mí la intimidad. 


A cuidarse.

jueves, 12 de octubre de 2017

Gente de bien

Hace unos meses estaba sacando del horno una empanada de atún cuando llamaron a la puerta. Me encontré con un muchacho de unos treinta años y cara de vikingo que, por suerte, chapurreaba el castellano. Acababa de mudarse a una de las pareadas que quedan al otro lado de la carretera nueva y alguien le había dicho que yo cultivaba hortalizas ecológicas. Lo invité a pasar. Me cayó bien, era una de esas personas que lo sabes al instante, que son de fiar.

Bryn me recordó muchísimo a mi nieto Sauveur, con esa actitud tan bonachona que se trasluce hasta en la postura: altos y flacos los dos, muy rubios, de espalda ancha y huesuda, ligeramente cargada y con esa parsimonia en todos sus movimientos. No son cosas mías, todo el que conoce a mi nieto desarrolla una predisposición natural hacia él. No pasa lo mismo con Ada, ella tiene un temperamento más cortante. Pero ella también es muy buena. Muy muy buena; buena y valiente. Recuerdo aquella vez que tendría unos diez años y fuimos a visitar a Sauveur a Les Airs Sains. Era su último curso en aquel sanatorio del Pirineo; el médico nos había asegurado que sus pulmones se habían desarrollado plenamente y que estaba en disposición de volver al pueblo para empezar el bachillerato. El resto de críos le habían preparado una fiesta de despedida y nosotras estábamos en un extremo de la sala, charlando con el director, mientras todos los niños reían y correteaban en medio de una total algarabía. Y de pronto se produjo un gran silencio. Ada le estaba retirando el plato con su bocadillo a un pobre niño cabizbajo que estaba rojo como un tomate.
—No tienes que hacer lo que te digan, han estado escupiendo dentro.
El niño permaneció callado sin atreverse a mirarla siquiera. Más tarde descubrimos con estupefacción que llevaba allí tan solo dos días y que esas diabluras eran habituales con los recién llegados. Le hicimos el tercer grado a Sauveur para averiguar si alguien le había hecho a él algo parecido. Nos prometió que no y le creímos. También nos prometió que él nunca participaba en aquellas bromas pesadas, que se mantenía al margen. «Tan responsable es el que lo hace como el que lo permite», le dijo Renée. 

Cuando aquellos niños vieron cómo Ada les desmontaba la jugarreta delante de todos, empezaron a murmurar y a abuchearla por lo bajo. 
—Os jodéis, por malas personas —les dijo ella. Y luego se comió un ganchito. 
Ese fin de semana se quedó sin televisión aunque en el fondo del alma nosotras nos sentíamos gozosas a más no poder. 

Pero yo estaba hablando de mi vecino Bryn. Del primer día que estuvo por casa. 
—¿Qué eres, inglés? —le pregunté mientras le servía un café y un trozo de empanada. 
—No. Galés 
—Ya empezamos. 
Pero no iba a echarle un sermón así sin conocernos. Que yo respeto mucho el sentir de cada uno, claro que sí, solo que eso de que las etiquetas sean excluyentes solo consigue que todos acaben enfadados y vueltos hacia su rinconcito. 

En fin, es igual. 


A cuidarse

martes, 3 de octubre de 2017

La casita amarilla



Creo que ya había explicado en alguna ocasión que padre murió cuando yo tenía veinticuatro años. Está mal decir que me quedé en la gloria pero es que llevaba ya muchos meses muy malito y aquello no era vida ni para él ni para mí. Si era un hombre poco afable cuando estaba sano, hay que imaginárselo postrado en una cama y preso de sus propias limitaciones. 

Pero lo de la gloria no llegó de inmediato, antes pasé un tiempo en el que me sentía inmersa en aguas arremolinadas. La muerte en las comunidades pequeñas de posguerra siempre era un acontecimiento, y cuanto más si se trataba del viejo maestro, del que siempre se había sospechado una ideología comunista encubierta bajo un comportamiento intachable, una entrega absoluta a su labor y un talante generoso y comprensivo hacia «la gente». Y, una vez enterrado, todos empezaron a preguntarse maliciosamente qué sería de la muchacha grandullona y vergonzosa que se parapetaba tras los libros y los arreglos de costura; la que acudía a misa tres veces al día y, solo en el ámbito de aquellas salidas, se permitía hablar de lo que fuera que se estuviera tratando hasta perder el resuello para, acto seguido, ir a comprar una libra de queso sin atreverse a levantar la vista. No se le conocían pretendientes ni otras aventuras, se ignoraban absolutamente sus anhelos y es posible que, en la mente de muchos, ella fuera un ser carente de toda personalidad e, incluso, de género. Un ser incoloro.

Tardaron en dejarme en paz con sus preguntas y sus conjeturas; me paraban en cualquier esquina para sonsacarme, para averiguar cómo de desdichada me sentía ahora que me había quedado sola en la vida (y mujer). Pero yo no estaba más sola que antes, aunque eso era algo que solo nos concernía a padre y a mí. (Tengo pensado decírselo cuando nos veamos en el más allá o donde sea que vayamos los escépticos pelirrojos: «Usted me dio casa y sustento, se preocupó de educarme y de que tuviera ideas propias pero ya podría haber sido un poquito más cariñoso, que al fin y al cabo era mi padre». Así mismo).

Pasaron unos meses antes de que las aguas se apaciguaran (o simplemente murió otro pobre desgraciado y se olvidaron de mí) y entonces pinté la casa. Tenía un color pardo que se había oscurecido con los años como una de esas cabañas de pesebre fabricadas con corcho. Repiqué la fachada entera, le dí un revoco nuevo y la pinté de blanco con todo un zócalo alrededor de color amarillo (y el intradós y el vierteaguas de las ventanas del mismo tono). Lo hice yo sola y tardé varias semanas pero me quedó preciosa. La casita amarilla. Mi casa. 
—Ahora se ve desde la otra punta del pueblo —llegaron a decirme con el propósito de amedrentarme.

—Entonces ya puedo morirme tranquila —respondí yo. 
Carmina Petit empezaba a salir de su cascarón.


A cuidarse.

martes, 19 de septiembre de 2017

Ahora tengo un gato

Al final resulta que Raspa no es tuerto. No en el sentido literal de la palabra. Me refiero a que tiene los dos ojos, solo que uno lo mantiene cerrado por culpa de una cicatriz que le atraviesa el párpado. Una cicatriz más vieja que yo. 

«A efectos prácticos, como si fuera tuerto» (diría alguien que siempre está preparado para dar el contrapunto a todo, como si ese fuera el único modo que tiene de demostrar que existe), pero yo estoy convencida de que Raspa también ve por el ojo cerrado aunque no sean necesariamente imágenes. Cuando le regaño permanece sentado, digno, con la barbilla levantada. «La tipa no está de buenas». Y siento cómo me observa a través del pliegue de piel rosada. «Sabe que has tirado el frutero». Y se mantiene impertérrito mientras yo expreso mi frustración y mi enojo. «No te muevas hasta que se le pase». El muy ladino me tiene calada. Y el otro día, sin embargo, yo estaba mirando un álbum de fotografías de cuando los chicos eran pequeños; fotos con las puntas redondeadas y ese tono como anaranjado: Ada con su trenza hasta la cintura, Sauveur con el flequillo amarillo como el de un pollito... qué bonitos eran. Sentí que se me escapaba una lagrimilla, ladeé el rostro para apartármela con el dedo y ahí mismo, sentado junto a mi pie, estaba Raspa. Me escrutaba en silencio ¿cuánto rato llevaba ahí?. Entonces se levantó y se frotó contra mi pierna. Yo sé que fue para consolarme, porque él percibe las emociones con ese ojo cerrado suyo y si hubiera más tuertos como Raspa, el mundo sería un lugar mejor. Luego descubrí que se había afilado las uñas contra la colcha de patchwork de la habitación de invitados.

Ha tenido suerte conmigo porque no me gusta que los bichos sufran, que nadie sufra. Se nota que era un gato sin hogar, solo entra en casa para comer y para torturar el mobiliario. El otro día vino el vecino a por unos calabacines y, mientras yo los metía en una bolsa, escucho detrás de mí: «El gato está haciendo rápel». Me volví de inmediato y me dirigí a toda prisa hacia la sala. Ahí estaba Raspa, deslizándose cortina abajo como Errol Flyn. Ese día sí se llevó un buen escobazo. 

Me tiene contenta.

Lo he hablado con Renée (yo todo se lo consulto a Renée y no me avergüenzo), y ella tiene razón, me estoy ablandando. Si en lugar de ser un gato flaco y despeluchado fuera una persona, no le permitiría comportarse de ese modo. Esto tiene que cambiar. No me quito a Martín de la cabeza porque él ya le hubiera retorcido el pescuezo. Era un hombre de campo y su relación con los bichos era distinta. Una vez mató a su gato favorito con la escopeta porque lo vio intentando montar a una cría. Ese día yo no sabía dónde meterme ni qué pensar, me limité a gritarle: ¡Espérate a que me haya ido por lo menos!. El bueno de Martín estaba totalmente asilvestrado.

Yo no voy a retorcerle el cuello a Raspa, ni lo voy a mandar al hogar de acogida. Le voy a dar una oportunidad. Todos merecemos una.


A cuidarse.

miércoles, 6 de septiembre de 2017

La novela esquiva

Qué bien se explica Natalia, la chiquita que lleva el club de lectura de la biblioteca municipal. El otro día nos expuso el contexto histórico-social de «El amante de Lady Chatterley». Habla con tanta sencillez que consigue que parezca fácil, consigue que resulte interesante, consigue que apenas le preste atención a la argolla de su nariz o a las algarrobas de su pelo (¿cómo hace para que quede tan apelmazado y tan tieso? Parece roña. Ada dice que es un producto a base de grasas vegetales y no sé qué historia. Eso, para mí, es roña, menos mal que ya casi ni me fijo). 

El caso es que nos iba a anunciar la siguiente novela cuando una de las que siempre llega tarde, levanta la mano y dice:
—¿Por qué no leemos la otra y así comparamos?

—¿Qué otra? —dijo Natalia, algo desconcertada—. ¿Alguna otra obra de D.H. Lawrence?

—No, no, la otra. La de las sombras. 
Menudo revuelo. Y entonces até cabos acerca de los cuchicheos y los corrillos de las sesiones anteriores. 

Resulta que hace cuatro o cinco años salió una novela erótica que ha sido un éxito de ventas. Y, a raíz de la lectura de Lady Chatterley, esta que siempre llega tarde y sus comadres proponían leerla y comentarla en el club. Pero Natalia concluyó que el programa de la biblioteca planteaba alternar diversos géneros, por lo que la lectura de «50 Sombras de Grey» resultaría redundante. Qué bien habla. Luego se sujetó los churros de pelo con ambas manos, como si fuera un manojo de vainas secas, y se los recolocó tras la nuca. Tiene que ser molesto, no me digas.

Antes de salir de la biblioteca le pregunté al muchacho del mostrador por la novela de las benditas sombras pero resultó que estaba reservada durante los siguientes tres meses. También era mala suerte, pero como a mí nunca me ha molestado invertir en literatura y mi librería de confianza me quedaba de paso, decidí entrar y preguntarle a Antoni.
—¿Es para ti o para regalar? —me dijo.
—Para mí. 
—No me queda nada. 
—¿Y para regalar, sí? —Él empezó a balbucear por lo bajo.
—Mira —dijo finalmente—, si yo no te lo vendo, tú no lo lees y así no me arriesgo a perder a una de mis mejores clientas. 
—No entiendo a qué viene esto, Antoni.
—Tú acuérdate de la que me armaste con Stieg Larsson.
Esa noche yo seguía desconcertada por los acontecimientos de la tarde así que, cuando me llamó mi nieta Ada, le pregunté si podía conseguirme el libro a través de la red de bibliotecas de Barcelona.
—¿Eso leéis en tu club de lectura? —espetó.
—No, hija, en el club vamos a leer «Mientras agonizo», pero es que tengo curiosidad.
—Un par de reseñas y se te pasa.
Y me las envió a mi correo. Y llegué a la conclusión que tal vez era preferible agonizar a quedarse entre las sombras.


A cuidarse.

sábado, 26 de agosto de 2017

«Raspa»

Éramos pocos y parió la abuela










A la vuelta de un recado me encontré a Benet, el chico del súper, plantado junto a la puerta con el pedido de la semana. Me dijo que no llevaba mucho esperando.
—Cuando he llegado había una chica —murmuró entre dientes.
—¿Una chica? Qué raro —dije—. ¿Vendía algo?
—No creo. Al acercarme, casi me fulmina.
—¡Ah! —exclamé complacida— Sería mi nieta Ada —Justo entonces recordé que me dijo que quizá me haría una visita el fin de semana. 
—No sé —murmuró Benet con un velo de pesadumbre—. Yo solo le he dicho que traía la compra y ella me ha mirado como si fuera idiota. 
—Seguro que era Ada —concluí satisfecha— No te agobies, hijo, ella siempre mira así.
Rescaté mi teléfono del fondo del bolso y vi las llamadas perdidas: siete u ocho. Debía estar echando humo. Le escribí: «El mochuelo ya está en el nido». A los cinco minutos aparecía por la puerta, resoplaba como un miura. Iba cargada con una de esas cajas de plástico con asa y respiradero. La semana anterior me había comentado por teléfono que, desde hacía unos días, un gato vagabundo merodeaba su patio y se dedicaba a hostigar a los perros; ellos se ponían a ladrar como desposeídos y estaban volviendo loco a todo el vecindario.
—Voy a llamar al ayuntamiento para que se lleven al pequeño tigre sarnoso. 
—¿Y qué hace el ayuntamiento de Barcelona con los gatos? —pregunté escéptica. 
—Los meten en una especie de centro de acogida por si alguien los adopta. Pero este... Es un gato callejero, no está muy lustroso que digamos y, además, es tuerto. 
—¿Y entonces? 
—Lo acabarán sacrificando. 
—¡No me digas eso! 
—Qué quieres, es lo que hay. 
—Ay, niña… —suspiré con un nudo en el pecho que debió traslucirse en el tono de mi voz. 
—No estás hablando en serio. 
Cuando Ada abrió la portezuela y pude verlo finalmente, se me cayó el mundo encima. Ella se dio cuenta. 
—Tranquila, que esto no es tu gato —me dijo.
—¿Ah, no? —respondí yo aún aturdida ante la visión de aquel raquítico cepillo de jardín despeluchado. 
—No —reiteró Ada sin poder evitar una risilla—. Es la raspa del boquerón que tu gato se ha comido por el camino. 
—Óyeme bien —le dije entonces levantando mi dedo. Ya estaba cansada del cachondeo con el pobre animal—, cuando yo acabe con este gato se lo van a rifar en esos calendarios que circulan por internet. 
—Pues ya le estás haciendo un parche bien «cuqui» porque los únicos tuertos que triunfan en internet son los que se disfrazan de pirata —Se hizo un silencio. Las réplicas de Ada siempre logran eso. 
—Sí que parece una raspa, ¿eh? —Tuve que admitir al fin—. Míralo, debe tener las tripas como cuerdas de guitarra. 
—Me lo llevo otra vez. Sin problema. 
—De eso nada.
Y ahora tengo un gato. 


A cuidarse.

viernes, 11 de agosto de 2017

Lo que iba diciendo


El otro día explicaba que padre dejaba sus libros por toda la casa y yo los leía indiscriminadamente.

Pero entonces descubrí que tenía unos cuantos bajo llave. 

Y la llave en un cenicero de latón. 

Ah, amigo… 

Coge a cualquier muchacha de doce años, solitaria y curiosa, y ponle delante un libro cuyo título contenga la palabra «amante». Yo de números sé lo justo y de probabilidad, nada, pero la probabilidad de que la muchacha solitaria y curiosa devore dicho libro es tan alta como que si es blanco y va en botella, sea leche.

«El amante de Lady Chatterley» expresa de un modo tan natural y comprensible lo que sucede entre dos personas que se gustan que todavía hoy me emociono y me sorprendo cuando lo releo. Pero no solo habla de eso, trata otras cuestiones universales que a día de hoy me interesan muchísimo más aunque, a la muchacha curiosa de aquel entonces se la traían al pairo.

Y que yo estaba muy perdida. Padre murió cuando tenía veinticuatro años (o sea, veinticuatro años sola) dado que él tenía un carácter sumamente adusto. Consideraba que cualquier acción más allá de asearse y cultivarse eran futilidades más propias de las bestias. Y yo, claro, procuraba ajustarme a ese principio, no porque fuera el maestro del pueblo si no porque yo quería su aprobación. ¡Cómo no, era mi padre!. Y eso que él nunca me prohibía nada, como cuando iba a misa tres veces al día. (Aprovecho para aclarar que no es lo mismo ir a misa que ser creyente; me refiero a que no necesariamente deban coincidir ambas cosas en una sola persona, como era mi caso). Yo allí comulgaba, rezaba, cantaba… Lo que fuera para expresarme en voz alta ante «un mundo» más basto y receptivo que las paredes de casa. Y si charlar nos acerca a las bestias, por aquel entonces yo debía ser lo más parecido a una mula desbocada.

Pero yo estaba hablando de «El amante de Lady Chatterley»…

Todo venía porque antes de leerlo, con doce años, vivía con la certeza de que no quería nada en especial, era una chiquilla apática en ese aspecto. Pero tras leer la novela sentí que sí quería algo, solo que no sabía qué. O sea, de la ignorancia absoluta a la ignorancia relativa. Y fue entonces, cuando padre murió, que supe por fin lo que quería: no quería estar más tiempo sola en esta vida.

Suena un poco tristón pero no lo es. Sigo otro día. 


A cuidarse.

miércoles, 26 de julio de 2017

Novela negra


Mi historia con la novela negra es muy corta. Y no me refiero a los tiempos en que leía a (la genial) Patricia Highsmith y aún se pagaba con pesetas, me refiero a la nueva hornada de obras y autores que se puso de moda hace unos años.

Recuerdo el boom de la novela histórica. Me la leí toda: la buena, la no tan buena y varios churros infumables por aquello de que soy incapaz de abandonar un libro aunque sea un auténtico martirio (restos del naufragio de mi fallida educación cristiana). Así que cuando todo el mundo empezó a volverse loco con la novela negra, yo le pedí consejo a Antoni, mi librero de confianza:
—¿Novela negra?. Los suecos —concluyó él.
—¿Los de IKEA?
Salí de allí con «Los hombres que no amaban a las mujeres» bajo el brazo. Era viernes por la tarde. El lunes a primera hora entraba de nuevo en la librería. Antoni me miró de reojo con una sonrisilla que no supe interpretar hasta el momento en que me dijo:
—Vienes a por más. ¿A que te ha gustado?
—¿«Los hombres que no amaban a las mujeres»? —respondí sacando el libro de mi bolso.
—Sí —insistió él conteniendo su entusiasmo—. ¿Qué te ha parecido?
—Me ha parecido que, efectivamente, los hombres no amaban a las mujeres. —Él me miró con los ojos abiertos e inmóviles, sin saber qué decir—. Nunca en la vida había leído tantas barbaridades juntas —le espeté a continuación—. Con lo vieja que soy y jamás había imaginado siquiera que se pudiera tratar a las mujeres con tanta crueldad. —Estaba encendidísima.
—Pero, pero… —balbució él— si ha tenido muchísimo éxito.
—Lo que tú digas —le respondí acercándole el libro— pero no quiero volver a verlo.
—A ver, Carmina —replicó deteniendo mi gesto amablemente con una mano y limpiándose el sudor de la frente con la otra—, a lo mejor es que tenías unas expectativas diferentes pero esta saga ya forma parte de la historia de la novela negra y de la nueva generación de escritores nórdicos.
—Se les da mejor lo de los muebles.
—Mira, vamos a hacer una cosa: si te animas a darle otra oportunidad, tengo aquí mi ejemplar de la segunda parte de la saga. Te lo presto para que te lo leas con calma. Sin prisa. Te prometo que vale la pena. Preparas una infusión, te sientas en tu butaca…
Yo lo miraba incrédula. Con la que acababa de caerle y aún insistía con esa paciencia infinita. Por un momento revisé mentalmente la escena que acababa de producirse, mi actuación de gallina enloquecida; tal vez me había pasado. Y es que tengo que reconocer que soy muy sentida y que algunas expresiones de maldad o de violencia me dejan fuera de combate. 
—¿Cómo se titula? —le pregunté con desgana.
—Ya sabes que los títulos son un reclamo comercial.
—¿Y se titula?
—«La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina»
Y ahí acabó mi relación con la novela negra.


A cuidarse.