jueves, 13 de julio de 2017

El club de lectura









Nada más inaugurarse la nueva biblioteca del pueblo se puso en marcha un club de lectura. Y yo me apunté. No fue una decisión fácil porque a mí me cuesta un poco relacionarme cuando salgo de mi zona de confort (lo de la «zona de confort» me chifla desde que lo escuché en una serie de las que me grava mi nieto). Así que lo consulté con Renée porque yo todo se lo consulto a Renée. No es ningún secreto y tampoco me avergüenzo.

Leo desde los siete años y a discreción, igual devoraba una novelita romántica, de las que nos pasábamos de tapadillo a la hora de misa, como a Zola o a Stendhal o a cualquier otro que padre dejara a mi alcance. Así que me dije: mira, Carmina, si primero disfrutas leyéndolo y luego disfrutas compartiéndolo, disfrutarás el doble, y como yo ya hace mucho que aprendí que eso de que venimos a un valle de lágrimas y nacemos para morir no es más que una argucia para mantenernos con la cabeza gacha, pues eso, que me apunté.

Cuando entré en aquella sala tan luminosa y acogedora, con las paredes blancas y los estantes de madera pálida barnizada repletos de libros, creí que el corazón me iba a estallar de gozo. Y Natalia, la chiquita que dirige el grupo, es una maravilla; una vez dejas de fijarte en la argolla que le atraviesa la aleta de la nariz y en el pelo apelmazado de roña que le asoma bajo el pañuelo de colores, te roba el corazón con todo lo que sabe y lo bien que se explica. Y la paciencia.

Éramos una docena de todo tipo y condición alrededor de aquella mesa, como los bombones de la caja de Forrest Gump (Renée y yo jamás pudimos relajarnos con esa película, de un modo u otro nos recordaba a Juliette) y de entrada ya resultó complicado conseguir un poco de silencio. Pero cuando Natalia nos anunció el título de la primera novela que íbamos a leer, el revuelo que se organizó fue mayúsculo. Yo me perdí el principio porque nada más escuchar «El amante de Lady Chatterley» me trasladé a mis doce años, a la alacena del cuarto de padre y a la llave escondida dentro del cenicero de latón.

Y ya está otra vez el gato del vecino bailando con mis tomateras. Sigo otro día.


A cuidarse.

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