domingo, 18 de noviembre de 2018

Pequeñas crisis cotidianas (I)

Al final, Bryn se lio la manta a la cabeza y se trajo a las niñas desde Cardiff un par de semanas. Yo le dije que contara conmigo para lo que necesitara, que para eso estaban los vecinos (y los amigos). 

Las niñas eran muy graciosas, dos duendecillas de pelo casi blanco y ojos diminutos y chispeantes como los del padre. Y prácticamente idénticas, yo las distinguía por el tamaño: una de siete años y otra de cuatro. Sus nombres gaélicos a mí se me escapaban. 

Si yo estaba en casa, dejaba abierta la entrada al jardín para que entraran y salieran a su antojo. El sonido de sus pasos descalzos por todas partes, sus grititos, sus juegos, me transportaron a otra época, cuando Sauveur y a Ada eran pequeños. Incluso más atrás, con Juliette… Y si no era porque las oía llegar, era porque veía a Raspa salir huyendo por alguna ventana al oír los kitty, kitty! Y es que, como no podía ser de otra manera, todo lo que decían era en inglés. Yo es que me meto en cada lío… 

Y Bryn como padre está bastante verde, se nota a la legua que no está acostumbrado a pasar tiempo con sus hijas ni a tratar con niños en general. Y además, para qué nos vamos a engañar, que el hombre tiene los antepasados que tiene, ¿alguien ha visto Braveheart? Pues no hace falta que diga nada más. Pero si pongo la habilidad de Bryn como padre en entredicho no es porque las niñas pasaran el día descalzas en pleno mes de noviembre o porque sus enredos del pelo parecieran nidos caracoleros o porque no comieran más que sándwiches y patatas de bolsa. Al fin y al cabo, se las veía felices, sobre todo los tres primeros días que hicieron alguna actividad fuera de casa con su padre y quemaron energía. Pero el cuarto día después de comer la casa se convirtió en un polvorín; desde mi cocina llegaban las quejas y lloros de las pequeñas y los reproches del padre. Hasta Raspa se pegó a mis piernas con las orejas erguidas. Estuvieron así cerca de dos horas, no se entendía nada pero era algo así como que ellas le reclamaban y él quería estar tranquilo. Tranquilo. Qué gracioso. Yo no sabía qué hacer porque no dejan de ser cosas de familia, así que encendí mi radio un poco más alta de lo habitual y empecé a recoger la cocina. 

Llevaba ya un buen rato fregoteando cuando noto un tironcillo en mi delantal. Me doy la vuelta y ahí estaban la grande con la pequeña de la mano, mirándome como dos cachorritos. No sé cómo conseguí entenderme con ellas pero acabamos haciendo un bizcocho para merendar y pasamos la tarde la mar de a gusto. Cuando Bryn apareció por la puerta las dos niñas parecían otras: tranquilas y risueñas. 
—Gracias, Carmina —murmuró él—, necesitaba un respiro.
—Los padres no respiran —le dije yo guiñándole el ojo.
(Continuará)