martes, 31 de octubre de 2017

Confesiones

(Mientras veo «The Handmaid’s Tale»)

Mis nietos me cuidan mucho. Ellos viven en Barcelona pero hoy día eso no supone barrera alguna, con lo fácil que es llamar por teléfono o escribir un mensaje o enviar fotografías o vídeos. Es como si estuvieran aquí conmigo pero sin dar la lata. Creo que la tecnología es un avance y nos hace la vida más sencilla pero tampoco hay que volverse loco; si no me apetece contestar un mensaje en cuanto llega, pues lo dejo para más tarde. Hay que ver cómo se ponen.
—¿No has visto mi mensaje? ¿Dónde metes el móvil? Me tenías preocupada.
Esa es Ada.
—Carmina, tienes que subir el volumen de tu móvil para que puedas oírlo. En el botón lateral, el más largo. El próximo día repasamos otra vez.
Ese es Sauveur.

Les preocupa que me sienta sola. Ya se lo he dicho: tengo la vida que quiero y vosotros estáis bien, no necesito más, (dejadme cenar tranquila, leñe). Lo bueno es que me traen libros, revistas, de todo. Y lo mejor es el cacharrito ese, el pen. Sauveur me graba dentro un montón de series y disfruto como una enana viéndolas. Qué buenas son algunas, y eso que a veces me ponen los pelos de punta. La de la criada sin ir más lejos. Las cofias blancas, las túnicas rojas… no sé quién decía el otro día en la radio que la puesta en escena le resultaba demasiado «teatral». Yo entiendo que a los tertulianos les pagan para que digan cosas, pero tendrían que aplicarles un plus cualitativo. Las sandeces no deberían contar como información. Qué teatral ni teatral, es simbólico, es una realidad exagerada pero no tanto, una llamada de atención, un aviso. Las cosas nunca llegan de un día para otro, se van tejiendo poco a poco delante de nuestras narices. Y cuando al fin estallan y todos nos llevamos las manos a la cabeza, entonces es cuando nos percatamos de nuestro error inmovilista, de nuestro conformismo imperdonable. Me quita el sueño la serie de las narices. Después de cada capítulo me quedo un buen rato dándole vueltas al asunto. Pero es tan buena que al día siguiente me pongo otro. Vivo muy bien, no sé qué les preocupa tanto. Mi salud, claro, ya tengo una edad. Supongo que yo en su lugar haría lo mismo. Son muy buenos chicos y los quiero con locura.

Espera, ellos leerán todo esto. 

Os quiero, niños, pero a veces os alarmáis por cualquier cosa. Que si el azúcar, que si la tensión… solo son números que alguien ha establecido así porque sí. Las farmacéuticas. Trazan una línea recta y lo que queda por encima está mal y lo que queda por debajo también. Así no se puede acertar nunca. Lo de la semana pasada fueron pequeñas fluctuaciones sin importancia, el caso es encontrarse bien y yo estoy como un toro, muy animada, con el huerto, con mis lecturas…

Y me gusta el café y no pienso dejarlo.


A cuidarse.

lunes, 23 de octubre de 2017

La intimidad


Pues Bryn es escultor. Tiene las manos ajadas y callosas de un viejo que estuviera todo el día trabajando en la cantera. Sin embargo, le miras la cara y esos ojillos aguamarina y no aparenta los treinta y pocos que tiene. Ya hace unos meses que nos conocimos, cuando vino a interesarse por las verduras que cultivo en el huerto (resulta que soy famosa, que por el pueblo me llaman «la yaya ecológica»). Llegué con él a un acuerdo porque no me sentía cómoda cobrándole por un manojo de ajos y cuatro tomates, así que él contribuye a la causa trayéndome su cubo de residuos orgánicos para el compuesto con el que luego abono el huerto. Y también, de vez en cuando, me hace alguna chapucilla de lampistería o fontanería, que servidora ya anda mal de la vista y del pulso ni te cuento.

A veces simplemente se pasa para charlar un rato. Creo que no tiene demasiada vida social, que es uno de esos artistas absorbidos por su fiebre creativa. Yo siempre le planto un tazón de café bien largo, como a él le gusta, y un trozo de tarta o de coca salada que tenga por la cocina. Y lo aprecia como si le estuviera regalando el cielo, sujetando el tazón entre las manos con una devoción que me conmueve. Vivir solo no es fácil. He escuchado cientos de veces esa queja sobre la intimidad, que convivir con otras personas no permite tener intimidad; pero se refieren a poder ir en cueros por la casa y echarse unos gases en el salón. La intimidad, tal como yo la entiendo, no tiene que ver con estar solo o acompañado, es un estado de bienestar con uno mismo o con la persona con la que convive. Y Bryn tiene demasiados demonios, por eso se pasa el día moviendo y aporreando esos bloques de piedra que tiene en el jardín. Y cuando con eso no es suficiente, viene a ver a Carmina.

En una ocasión le pregunté por su familia; su madre había fallecido cuando él aún era un niño y, el resto, vivían en Cardiff: su padre, con el que no se habla, su hermano que tiene una enfermedad crónica, y sus dos hijas. 
—¿Tú tienes dos hijas?

—De cuatro y de siete. La madre y yo ya no estamos juntos.

—Las verás muy poco.

—No las veo desde que vine aquí —dijo entre dientes. 
Hacía meses que vivía al otro lado del camino. Primero sentí lástima pero luego me vi embargada por la sospecha. 
—¿Tú no serás de esos que pegan a su familia?

—¿Eh?

—Pareces buena persona pero a veces los más mansos son los peores.

—¡No!

—No me mientas, Bryn, que yo ya he visto muchas cosas.

—Carmina, my god… jamás haría daño a mis hijas o a su madre.

—¿Y qué haces tú solo en este pueblucho y con ellas tan lejos?

—Es complicado —murmuró. Luego me miró fijamente: sus ojos, sus cejas… me estaba pidiendo que no insistiera. Y no insistí. 
Eso, aunque no durase más que unas décimas de segundo, es para mí la intimidad. 


A cuidarse.

jueves, 12 de octubre de 2017

Gente de bien

Hace unos meses estaba sacando del horno una empanada de atún cuando llamaron a la puerta. Me encontré con un muchacho de unos treinta años y cara de vikingo que, por suerte, chapurreaba el castellano. Acababa de mudarse a una de las pareadas que quedan al otro lado de la carretera nueva y alguien le había dicho que yo cultivaba hortalizas ecológicas. Lo invité a pasar. Me cayó bien, era una de esas personas que lo sabes al instante, que son de fiar.

Bryn me recordó muchísimo a mi nieto Sauveur, con esa actitud tan bonachona que se trasluce hasta en la postura: altos y flacos los dos, muy rubios, de espalda ancha y huesuda, ligeramente cargada y con esa parsimonia en todos sus movimientos. No son cosas mías, todo el que conoce a mi nieto desarrolla una predisposición natural hacia él. No pasa lo mismo con Ada, ella tiene un temperamento más cortante. Pero ella también es muy buena. Muy muy buena; buena y valiente. Recuerdo aquella vez que tendría unos diez años y fuimos a visitar a Sauveur a Les Airs Sains. Era su último curso en aquel sanatorio del Pirineo; el médico nos había asegurado que sus pulmones se habían desarrollado plenamente y que estaba en disposición de volver al pueblo para empezar el bachillerato. El resto de críos le habían preparado una fiesta de despedida y nosotras estábamos en un extremo de la sala, charlando con el director, mientras todos los niños reían y correteaban en medio de una total algarabía. Y de pronto se produjo un gran silencio. Ada le estaba retirando el plato con su bocadillo a un pobre niño cabizbajo que estaba rojo como un tomate.
—No tienes que hacer lo que te digan, han estado escupiendo dentro.
El niño permaneció callado sin atreverse a mirarla siquiera. Más tarde descubrimos con estupefacción que llevaba allí tan solo dos días y que esas diabluras eran habituales con los recién llegados. Le hicimos el tercer grado a Sauveur para averiguar si alguien le había hecho a él algo parecido. Nos prometió que no y le creímos. También nos prometió que él nunca participaba en aquellas bromas pesadas, que se mantenía al margen. «Tan responsable es el que lo hace como el que lo permite», le dijo Renée. 

Cuando aquellos niños vieron cómo Ada les desmontaba la jugarreta delante de todos, empezaron a murmurar y a abuchearla por lo bajo. 
—Os jodéis, por malas personas —les dijo ella. Y luego se comió un ganchito. 
Ese fin de semana se quedó sin televisión aunque en el fondo del alma nosotras nos sentíamos gozosas a más no poder. 

Pero yo estaba hablando de mi vecino Bryn. Del primer día que estuvo por casa. 
—¿Qué eres, inglés? —le pregunté mientras le servía un café y un trozo de empanada. 
—No. Galés 
—Ya empezamos. 
Pero no iba a echarle un sermón así sin conocernos. Que yo respeto mucho el sentir de cada uno, claro que sí, solo que eso de que las etiquetas sean excluyentes solo consigue que todos acaben enfadados y vueltos hacia su rinconcito. 

En fin, es igual. 


A cuidarse

martes, 3 de octubre de 2017

La casita amarilla



Creo que ya había explicado en alguna ocasión que padre murió cuando yo tenía veinticuatro años. Está mal decir que me quedé en la gloria pero es que llevaba ya muchos meses muy malito y aquello no era vida ni para él ni para mí. Si era un hombre poco afable cuando estaba sano, hay que imaginárselo postrado en una cama y preso de sus propias limitaciones. 

Pero lo de la gloria no llegó de inmediato, antes pasé un tiempo en el que me sentía inmersa en aguas arremolinadas. La muerte en las comunidades pequeñas de posguerra siempre era un acontecimiento, y cuanto más si se trataba del viejo maestro, del que siempre se había sospechado una ideología comunista encubierta bajo un comportamiento intachable, una entrega absoluta a su labor y un talante generoso y comprensivo hacia «la gente». Y, una vez enterrado, todos empezaron a preguntarse maliciosamente qué sería de la muchacha grandullona y vergonzosa que se parapetaba tras los libros y los arreglos de costura; la que acudía a misa tres veces al día y, solo en el ámbito de aquellas salidas, se permitía hablar de lo que fuera que se estuviera tratando hasta perder el resuello para, acto seguido, ir a comprar una libra de queso sin atreverse a levantar la vista. No se le conocían pretendientes ni otras aventuras, se ignoraban absolutamente sus anhelos y es posible que, en la mente de muchos, ella fuera un ser carente de toda personalidad e, incluso, de género. Un ser incoloro.

Tardaron en dejarme en paz con sus preguntas y sus conjeturas; me paraban en cualquier esquina para sonsacarme, para averiguar cómo de desdichada me sentía ahora que me había quedado sola en la vida (y mujer). Pero yo no estaba más sola que antes, aunque eso era algo que solo nos concernía a padre y a mí. (Tengo pensado decírselo cuando nos veamos en el más allá o donde sea que vayamos los escépticos pelirrojos: «Usted me dio casa y sustento, se preocupó de educarme y de que tuviera ideas propias pero ya podría haber sido un poquito más cariñoso, que al fin y al cabo era mi padre». Así mismo).

Pasaron unos meses antes de que las aguas se apaciguaran (o simplemente murió otro pobre desgraciado y se olvidaron de mí) y entonces pinté la casa. Tenía un color pardo que se había oscurecido con los años como una de esas cabañas de pesebre fabricadas con corcho. Repiqué la fachada entera, le dí un revoco nuevo y la pinté de blanco con todo un zócalo alrededor de color amarillo (y el intradós y el vierteaguas de las ventanas del mismo tono). Lo hice yo sola y tardé varias semanas pero me quedó preciosa. La casita amarilla. Mi casa. 
—Ahora se ve desde la otra punta del pueblo —llegaron a decirme con el propósito de amedrentarme.

—Entonces ya puedo morirme tranquila —respondí yo. 
Carmina Petit empezaba a salir de su cascarón.


A cuidarse.