lunes, 23 de octubre de 2017

La intimidad


Pues Bryn es escultor. Tiene las manos ajadas y callosas de un viejo que estuviera todo el día trabajando en la cantera. Sin embargo, le miras la cara y esos ojillos aguamarina y no aparenta los treinta y pocos que tiene. Ya hace unos meses que nos conocimos, cuando vino a interesarse por las verduras que cultivo en el huerto (resulta que soy famosa, que por el pueblo me llaman «la yaya ecológica»). Llegué con él a un acuerdo porque no me sentía cómoda cobrándole por un manojo de ajos y cuatro tomates, así que él contribuye a la causa trayéndome su cubo de residuos orgánicos para el compuesto con el que luego abono el huerto. Y también, de vez en cuando, me hace alguna chapucilla de lampistería o fontanería, que servidora ya anda mal de la vista y del pulso ni te cuento.

A veces simplemente se pasa para charlar un rato. Creo que no tiene demasiada vida social, que es uno de esos artistas absorbidos por su fiebre creativa. Yo siempre le planto un tazón de café bien largo, como a él le gusta, y un trozo de tarta o de coca salada que tenga por la cocina. Y lo aprecia como si le estuviera regalando el cielo, sujetando el tazón entre las manos con una devoción que me conmueve. Vivir solo no es fácil. He escuchado cientos de veces esa queja sobre la intimidad, que convivir con otras personas no permite tener intimidad; pero se refieren a poder ir en cueros por la casa y echarse unos gases en el salón. La intimidad, tal como yo la entiendo, no tiene que ver con estar solo o acompañado, es un estado de bienestar con uno mismo o con la persona con la que convive. Y Bryn tiene demasiados demonios, por eso se pasa el día moviendo y aporreando esos bloques de piedra que tiene en el jardín. Y cuando con eso no es suficiente, viene a ver a Carmina.

En una ocasión le pregunté por su familia; su madre había fallecido cuando él aún era un niño y, el resto, vivían en Cardiff: su padre, con el que no se habla, su hermano que tiene una enfermedad crónica, y sus dos hijas. 
—¿Tú tienes dos hijas?

—De cuatro y de siete. La madre y yo ya no estamos juntos.

—Las verás muy poco.

—No las veo desde que vine aquí —dijo entre dientes. 
Hacía meses que vivía al otro lado del camino. Primero sentí lástima pero luego me vi embargada por la sospecha. 
—¿Tú no serás de esos que pegan a su familia?

—¿Eh?

—Pareces buena persona pero a veces los más mansos son los peores.

—¡No!

—No me mientas, Bryn, que yo ya he visto muchas cosas.

—Carmina, my god… jamás haría daño a mis hijas o a su madre.

—¿Y qué haces tú solo en este pueblucho y con ellas tan lejos?

—Es complicado —murmuró. Luego me miró fijamente: sus ojos, sus cejas… me estaba pidiendo que no insistiera. Y no insistí. 
Eso, aunque no durase más que unas décimas de segundo, es para mí la intimidad. 


A cuidarse.

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