viernes, 21 de septiembre de 2018

Una historia que contar

Cuando yo era muy muy pequeña, si un niño quedaba huérfano, se lo llevaban unos parientes o se quedaba a vivir con los vecinos. Ese niño, pese a su desgracia, siempre tendría una gran historia en su haber: que cuando se enfrentaba a la terrible tragedia de quedarse solo en el mundo, alguien había decidido cuidarlo. No nos sucedía lo mismo a los niños y niñas que sí teníamos padres —o padre, en mi caso—, ya que nuestra historia era la misma para todos nosotros porque a todos nosotros, y sin excepción, nos había traído la cigüeña. 

Nunca me gustó demasiado formar parte de ese segundo grupo —mayoritario e insustancial— de niños con cigüeña y sin nada interesante que poder explicar, y ya estaba a punto de darme por vencida cuando descubrí que en mi propio pueblo, entre los críos de la escuela, había un tercer grupo que, sin duda, era el de los más privilegiados: niños con padres y también con una historia. 

Eran cinco hermanos entre los tres y los diez años y cada uno de ellos sabía exactamente de dónde venía: Carmeta, la mayor, viajaba con unos feriantes gitanos que la desatendían y que planeaban venderla. Josep, el segundo, había sido abandonado en el bosque a expensas de los lobos. Alfons, el tercero, bajaba peligrosamente por el río metido en una cesta diminuta —sí, sí, como Moisés—. Mariona, la cuarta, apenas caminaba y ya trabajaba encerrada en un molino. Y el más pequeño, Roc, colgaba peligrosamente de la rama de un árbol altísimo justo en el momento en que su salvador pasaba por allí cerca. Su padre los mantenía embelesados mientras les explicaba todas esas historias en las que él al final lograba salvarlos tras pasar no pocos aprietos. Y con esas historias les amenizaba las tardes de lluvia, al calor de la humilde chimenea; les hacía reír, les hacía llorar y, sobretodo, les recordaba lo queridos que eran. 

Quizá fuera eso lo que urdió en mí unos celos terribles hacia aquellos cinco hermanos con la cara llena de mocos. Yo también quería una historia como la suya para sentir que importaba y si mi madre hubiera vivido me la habría dado; pero mi padre no, él era un hombre demasiado racional y de haberle insistido me habría acabado explicando la verdad. Por suerte no insistí y todavía pasaron varios años antes de saber cómo llegaban los niños realmente a este mundo. Teniendo en cuenta mis expectativas fue terriblemente decepcionante. 

A cuidarse.

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