martes, 19 de septiembre de 2017

Ahora tengo un gato

Al final resulta que Raspa no es tuerto. No en el sentido literal de la palabra. Me refiero a que tiene los dos ojos, solo que uno lo mantiene cerrado por culpa de una cicatriz que le atraviesa el párpado. Una cicatriz más vieja que yo. 

«A efectos prácticos, como si fuera tuerto» (diría alguien que siempre está preparado para dar el contrapunto a todo, como si ese fuera el único modo que tiene de demostrar que existe), pero yo estoy convencida de que Raspa también ve por el ojo cerrado aunque no sean necesariamente imágenes. Cuando le regaño permanece sentado, digno, con la barbilla levantada. «La tipa no está de buenas». Y siento cómo me observa a través del pliegue de piel rosada. «Sabe que has tirado el frutero». Y se mantiene impertérrito mientras yo expreso mi frustración y mi enojo. «No te muevas hasta que se le pase». El muy ladino me tiene calada. Y el otro día, sin embargo, yo estaba mirando un álbum de fotografías de cuando los chicos eran pequeños; fotos con las puntas redondeadas y ese tono como anaranjado: Ada con su trenza hasta la cintura, Sauveur con el flequillo amarillo como el de un pollito... qué bonitos eran. Sentí que se me escapaba una lagrimilla, ladeé el rostro para apartármela con el dedo y ahí mismo, sentado junto a mi pie, estaba Raspa. Me escrutaba en silencio ¿cuánto rato llevaba ahí?. Entonces se levantó y se frotó contra mi pierna. Yo sé que fue para consolarme, porque él percibe las emociones con ese ojo cerrado suyo y si hubiera más tuertos como Raspa, el mundo sería un lugar mejor. Luego descubrí que se había afilado las uñas contra la colcha de patchwork de la habitación de invitados.

Ha tenido suerte conmigo porque no me gusta que los bichos sufran, que nadie sufra. Se nota que era un gato sin hogar, solo entra en casa para comer y para torturar el mobiliario. El otro día vino el vecino a por unos calabacines y, mientras yo los metía en una bolsa, escucho detrás de mí: «El gato está haciendo rápel». Me volví de inmediato y me dirigí a toda prisa hacia la sala. Ahí estaba Raspa, deslizándose cortina abajo como Errol Flyn. Ese día sí se llevó un buen escobazo. 

Me tiene contenta.

Lo he hablado con Renée (yo todo se lo consulto a Renée y no me avergüenzo), y ella tiene razón, me estoy ablandando. Si en lugar de ser un gato flaco y despeluchado fuera una persona, no le permitiría comportarse de ese modo. Esto tiene que cambiar. No me quito a Martín de la cabeza porque él ya le hubiera retorcido el pescuezo. Era un hombre de campo y su relación con los bichos era distinta. Una vez mató a su gato favorito con la escopeta porque lo vio intentando montar a una cría. Ese día yo no sabía dónde meterme ni qué pensar, me limité a gritarle: ¡Espérate a que me haya ido por lo menos!. El bueno de Martín estaba totalmente asilvestrado.

Yo no voy a retorcerle el cuello a Raspa, ni lo voy a mandar al hogar de acogida. Le voy a dar una oportunidad. Todos merecemos una.


A cuidarse.

2 comentarios:

  1. Yo también tenía un gato como tu Raspa.
    Murió hace un mes.
    Sabes lo que más lamento?
    No los sillones arañados, ni las cortinas corridas, ni que me volviera loca cuando cortaba carne.
    Sino haberme enojado tanto por esas pavadas .
    Lo extrañamos un montón.
    Y yo también creo que por no tener un ojo , veía más allá de lo evidente.

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  2. Hola, Silvia. Muchas gracias por expliarme tu historia.

    Es que los gatos tienen ese encanto ¿verdad?, lo que tienen de terremoto lo tienen de vitales y divertidos. Yo antes no les hacíademasiado caso pero ahora, no sé, es que parece que me comprenda. Siempre había oído que son traidores pero no es cierto, lo que pasa es que tienen las cosas muy claras.
    Ya estaba convencida pero después de tu comentario lo estoy más: voy a tener más paciencia con él, aunque Renée me diga que soy una blanda.
    Un saludo.

    Carmina Petit

    PD(¿Puedo saber cómo se llamaba tu gato?)

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