sábado, 2 de diciembre de 2017

Abuela con gato



Estaba doblando ropa sobre la cama de invitados cuando una pila de calcetines volcó y se escurrió entre la pared y la cama. Me daba tanta pereza meterme por el hueco y agacharme para recogerlos que no se me ocurrió otra cosa que tumbarme sobre el borde lateral de la cama y estirar el brazo para buscarlos a tientas, con tan mala suerte que el peso me venció, me caí y me quedé allí atrapada, entre la pared y la estructura de hierro de la maldita cama antidiluviana. 

Pasé los primeros minutos en silencio, estupefacta. Me visualizaba a mí misma empotrada boca arriba con los brazos pegados al cuerpo, sin la menor capacidad de maniobra. Había visto en internet imágenes menos ridículas. Alargué con dificultad el brazo hasta palpar el bolsillo de mi bata: nada. Normalmente llevo ahí el móvil pero estaba claro que ese no era un día normal. Gritar era mi única opción, aunque mi casa está a diez metros del vecino más próximo. Entonces recordé que había varias ventanas abiertas puesto que antes de la caída había estado ventilando. Tocaba gritar. Estaba tomando aire cuando algo rozó mi zapatilla. Levanté la cabeza: Raspa me olisqueaba el pie. «¡Ay, Raspa!» exclamé desesperada. Él se dio la vuelta y se largó. Maldito bicho. Y acababa de descubrir que atrincherada allí dentro y con las costillas oprimidas, cualquier grito de socorro quedaba prácticamente amortiguado. Sería como una de esas abuelas a las que encuentran muertas en casa y con el gato rondando su cadáver. Peor aún, porque Raspa no iba a rondarme siquiera, a lo mejor incluso aprovechaba mi situación para colgarse de las cortinas. ¡Con todo lo que he pasado en esta vida y tener que acabar de una forma tan estúpida! Por tu mala cabeza, por tu mala cabeza… (me invadía una suave melodía de bolero). 
—¡Carmina!
El rostro de Bryn, con sus ojillos azules y la melena rubia y rizada cayéndole sobre los hombros irrumpió en mi campo visual. Nunca había estado tan cerca de creer que estaba viendo al mismísimo Jesucristo.
—Estás bien?
Apartó la cama con un solo gesto furioso y, antes de que yo misma pudiera reaccionar, me agarró por las muñecas y me sentó como si mis ochenta quilos fueran de mentirijilla. Y cuando finalmente logré incorporarme con su ayuda fue cuando noté el dolor en el tobillo.

Total, que me ha llevado hasta el sofá, me ha puesto un ungüento y unas vendas compresivas que ha traído de su casa y me ha obligado a tomarme un tazón de caldo caliente. Pero primero me ha sermoneado: «Carmina, Carmina… si no llega a ser por Raspa... ¡nunca te separes del móvil!»

Y así he pasado el resto del día: tumbada en el sofá con una revista y con Raspa enroscado a mis pies. Definitivamente, me he convertido en una abuela con gato.


A cuidarse.

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