martes, 19 de diciembre de 2017

Costura temeraria

Padre era pelirrojo y también rojo. Lo primero era una evidencia ante ese abultado mostacho cobrizo que lucía con tanto orgullo, lo segundo nadie lo sospechaba siquiera. Tenía un posado severo e imperturbable tras el que maduraba sus ideas revolucionarias, pero cuando las exponía lo hacía con tanta desafectación que a nadie se le ocurría que fueran revolucionarias; solo extravagantes. Así que cuando padre murió y me decidí a poner orden en su despacho y encontré aquellos rollos de lona impresa con los colores republicanos, solo me sorprendí un poco. Nunca sabré cuánto tiempo llevaban ahí a la espera de ser recogidos por quien fuera, pero era el año 64 y no era el momento adecuado para dejar todo aquello por ahí tirado para que cualquiera lo encontrara. Así que los cincuenta metros de bandera regresaron a la clandestinidad.

Pero esa no fue la única situación curiosa tras la muerte de padre; ya llevaba meses enterrado cuando me mandó llamar el cura: que en la partida de nacimiento ponía Ramón Amadeo Petit y en su documento nacional de identidad aparecía solo como Ramón Petit y que su registro tenía que coincidir con los datos funerarios y qué íbamos a hacer con ese Amadeo de más... Yo era joven y apreciaba a la gente por defecto, es decir, que si no había ningún motivo claro por el cual despreciar a alguien, directamente lo apreciaba, y él era el cura recién llegado de Girona: nuevo, joven, con pelo y plenamente convencido de la fascinación que ejercía sobre la gente sencilla del pueblo, y sobre todo en las mujeres. Yo tenía veinticuatro años y una absoluta indolencia frente a sus benditos encantos —solo que aún no lo sabía— y me limité a escuchar su perorata administrativa mientras observaba su pelo, a mi parecer, excesivamente negro para una tez tan pálida. 
—Pero no se preocupe, Carmina —concluyó a modo de cierre—, nada de esto tiene que ser un problema.
—Pues mejor así.
—Problemas son los que el Señor nos saca al paso para ponernos a prueba. Y es nuestro deber de buenos cristianos responder y, sobretodo —recalcó—, responder a la altura, ¿no le parece, Carmina? 
—Sí, claro. 
—No vaya usted a creer que los pueblos pequeños dan problemas pequeños. El Señor debe estar muy interesado en probarme. 
—No me diga. 
—No sé qué vamos a hacer con los tapices de las Hermanas... 
—¿Qué tapices? 
Resulta que en algún lugar de la iglesia habían permanecido ocultos una docena de tapices bordados a mano por no sé qué monjitas. Y ahora el Obispado los reclamaba para ser devueltos a la catedral de Gerona… y debían estar hechos unos auténticos zorros —aunque él no lo dijera con esas palabras— porque necesitaban un refuerzo para volver a colgarse sin que la tela bordada se resintiera. 

Alimaña de cura. 
—¿Reforzarlos por dentro? ¿Con algo parecido a una lona gruesa y fuerte? —le dije yo.
—Algo así, imagino. Yo no sé de costura, Carmina. Usted es la entendida. 
Y Amadeo dejó de ser un problema cuando la bandera republicana entró en la catedral. 


A cuidarse.

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