domingo, 9 de diciembre de 2018

Pequeñas crisis cotidianas (II)

Me siento con Bryn y le digo que así no pueden seguir y le propongo lo siguiente: él dedicará las mañanas por entero a las niñas con alguna actividad que las distraiga y las obligue a quemar energía; al mediodía les cocinará algo saludable, se encargará de que se lo acaben todo y —puse mucho énfasis en este punto— les dará fruta de postre. Y cuando ya hayan comido me las manda a casa y yo me encargo de distraerlas un par de horitas y darles la merienda para que él disponga de un rato para sus cosas. 

Hablando claro, le leí la cartilla, pero valió la pena porque Bryn ya ha demostrado otras veces que aunque parezca que viene de saquear la costa de Normandía, es un hombre bastante razonable. 

Y la verdad es que el plan resultó un éxito: las niñas aparecían por casa después de comer, con el temperamento reblandecido por el cansancio y la digestión en proceso; la pequeña, que es más de llorar, ya entraba medio llorosa. Yo me las apachurraba a las dos en el sofá con una mantita, les ponía un episodio de Callou o de Peppa Pig o de cualquier otro de los que tengo en el disco duro para cuando viene Berta, y las peinaba muy despacio con un cepillo mientras ellas acariciaban a Raspa. Caían como moscas. Solían dormir cerca de una hora y yo, que con una a cada lado no podía moverme del sofá, aprovechaba para ponerme una serie de las mías, pero con el volumen bien bajito. 

Cuando las niñas se despertaban, preparábamos la merienda —algo nutritivo pero con poco azúcar, que no conviene echar gasolina— mientras escuchábamos un poco de música y así pasábamos la tarde hasta que su padre asomaba la cabeza. 

«Hi, sweeties… how are you?»

Tengo que reconocer que yo estaba henchida de satisfacción por cómo había reconducido aquel asunto e incluso me vi tentada varias veces de decirle a Bryn algo así como «¿Lo ves? A los niños hay que entenderlos, ponerse en su lugar… con paciencia todo se logra», en plan regodeo, vamos. Menos mal que no lo hice porque como decía padre, la vanidad es una cosa muy mala. 

Una de aquellas tardes, las niñas estaban devorando unas rebanadas de pan tostado con queso fresco con tal afición que no se dieron cuenta (o les importó un pimiento) que su padre acabara de entrar y las hubiera saludado. En vista de aquella muestra de indiferencia Bryn, que también tiene su corazoncito, se acercó a la más mayor e hizo ademán de arrebatarle la tostada que se estaba comiendo y entonces ella se volvió hacia él claramente contrariada mirándolo con los ojillos encendidos como dos brasas y en ese momento, para sorpresa de ambos, pronunció sus tres primeras palabras en castellano: 

«¡Plata o plomo!» 

Yo quería que me tragara la tierra. Miré a Bryn de reojo y deduje que no entendía nada de lo que la niña acababa de decir y yo, por supuesto, me hice la loca. Luego lo pensé con más calma y, siendo medio hippy como es, tiene sentido que el hombre nunca haya visto Narcos

A cuidarse.

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