domingo, 6 de enero de 2019

Mala cabeza


Hacía tiempo que no escribía y es que han sido unos días complicados. Nada que ver con los preparativos navideños —llevo tantas Navidades a mis espaldas que lo tengo todo muy por la mano— si no a que sucedió algo que me creó más desconcierto del que hubiera podido imaginar. 

El domingo 23 por la mañana nada más entrar a la cocina me di cuenta: Raspa no andaba merodeándome las piernas para reclamar su desayuno. Entonces pensé en la noche anterior ¿lo había visto? Sí, tal vez por la tarde, pero como luego no me senté a ver ninguna serie, tampoco tuvimos nuestro momento sofá. 

El 24 Bryn preparó la cena en su casa y yo ya no pude más y le pregunté si había visto a Raspa por su jardín. «Llevo dos días sin saber de él». Bryn me escrutó con sus ojillos aguamarina y luego me explicó que los gatos que viven en entornos rurales suelen hacer eso cuando perciben que hay otro macho cerca y tienen que proteger su territorio o cuando hay alguna hembra en celo por los alrededores y, algunas veces, se van simplemente para explorar. Pero me aseguró que siempre volvían. 

El 25 y el 26 estuvieron aquí mis nietos y sus familias. Yo temía que en algún momento alguien preguntara por Raspa pero con todo el ajetreo de las comilonas y los regalos nadie reparó en su ausencia. Guardé en la nevera un poco de relleno de los canelones. A Raspa le vuelve loco. 

Pasaron las fiestas señaladas y después el 27, el 28, el 29, el 30… El 30 por la noche tiré el relleno de los canelones; afuera llovía con furia y corría un viento helado; no pude evitar pensar que seguramente no volvería a ver a mi Raspa y entonces se me saltaron las lágrimas. 

El 31 Bryn me preguntó si había noticias y cuando le dije que no, pude ver en su rostro lo que pensaba, sin embargo me dijo que los gatos eran imprevisibles y que no había que perder la esperanza. Pero esa noche mientras comíamos las uvas yo despedí el año y me despedí también de él. «Has sido un buen gato» dije para mis adentros con un nudo en la garganta. 

La mañana del 1 estaba yo de pie pelando patatas con la vista perdida a través de la ventana y entonces, no sé si escuché algo o simplemente lo presentí, pero me di la vuelta muy despacio y allí estaba: medio acurrucado como si las patas no pudieran sostenerle el cuerpo y con todo el pelo enmarañado y lleno de rastrojos. Emitió un solo maullido apagado, ronco, y permaneció allí quieto sin moverse. Lo cogí en brazos y lo besé aunque, a decir verdad, olía a rayos. 

Tuve que cortarle parte del pelo para sacarle todos aquellos cardos enredados y luego le di un lavado a fondo que él aceptó sin oponer resistencia. Se había quedado en los huesos. Pasé el resto del día observando si comía, si dormía, si hacía sus necesidades… era como si se hubiera quedado sin energías. Esa noche me lo puse sobre el regazo con una manta mientras veía una serie. De vez en cuando le acariciaba el lomo y notaba los trasquilones de pelo y, justo debajo, las costillas. Él debió adivinar mis pensamientos porque volvió hacia mí la cabeza muy despacio y emitió otro de esos maullidos desangelados como si tratara de darme alguna explicación. Yo lo miré un poco enfadada por todo lo que me había hecho pasar. 

«Por tu mala cabeza, Raspa, por tu mala cabeza» le dije. 


A cuidarse.

2 comentarios:

  1. Un bonito cuento de Navidad. Menos mal que Raspa ha vuelto, hubiésemos lamentado quedarnos sin él.

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    1. Gracias, Elena!
      Efectivamente, Raspa da mucha vidilla.

      Un abrazo

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